miércoles, 21 de mayo de 2008

Afecto al régimen

Aprisiona la mejilla entre el pulgar y el índice para obtener un rasurado más aseado. La espuma respeta el páramo reservado al bigote delgado y perfilado que, para asombro de quienes se revelan incapaces de un afeitado tan preciso, se extiende perfectamente rectilíneo sobre el labio y escrupulosamente paralelo a la línea de las cejas. Es el mismo mostacho que subraya todas las narices de los funcionarios empleados en el ministerio, a imagen y semejanza de aquél que luce el secretario general del Movimiento. Quizá es por eso, porque acaba de acordarse del Movimiento, por lo que comienza a desplazarse. Va camino del dormitorio, en cuya esquina más alejada reposa el galán del que cuelga un terno de color negro, austero a la par que elegante. Acaba de asegurar las ligas que le ajustan los calcetines a las canillas; se coloca los pantalones; se deja abrazar por el chaleco; se rodea el cuello con la corbata para pergeñar un lazo que, en la última fase del proceso, alumbra un nudo diminuto y distinguido; se cubre con la chaqueta y, distraídamente, corrige la posición del broche que incrusta en la solapa el yugo y las flechas labrados en oro blanco.
Baja a la calle cuando todavía es temprano. Compra un paquete de Celtas a un ambulante, aunque es consciente de que, dada su actual posición, podría permitirse el tabaco rubio americano que vende de estraperlo el ordenanza del ministerio. No se atrevería, sin embargo, a tamaña ostentación, precisamente ahora, en estos tiempos tan difíciles, una economía prácticamente de guerra, como no se cansa de advertir el señor ministro. Un chesterfield en el bolsillo es un gesto antipatriótico, una falta que no se le disculparía, una debilidad que podría dar al traste con un porvenir tan prometedor como el suyo.
Cruza la calle desorientado, el pensamiento inconscientemente atado a lo que cree son sus obligaciones. El berrido horrísono de un claxon, el de un taxi paquidérmico, le saca de su estupor. Increpa al conductor y se indigna por la imperturbabilidad del guardia urbano que lo ha visto todo pero prefiere no abandonar la atalaya desde la que dirige el tráfico.
Las estancias del ministerio le reciben con el mismo aire lóbrego de todos los días. Saluda al ordenanza a quien, por fidelidad a la Patria, jamás comprará un cigarrillo. Con paso firme, se dirige a su despacho. “Antolín Bermúdez. Adjunto a la Secretaría del señor Ministro”, reza una placa en la puerta.
Aunque sin lujos, como exige la delicada coyuntura que atraviesa España, el despacho está amueblado con gusto. En la pared de enfrente, el Caudillo le vigila ataviado con galas militares, abrigado con una capa de armiño.
Cualquiera podría jurar que el puesto que ocupa Bermúdez es una sinecura, un cargo ideado no en beneficio de la eficacia de la administración pública sino como un premio a su fidelidad, a su afección al régimen. “La envidia española”, rebate al acusador invisible durante las muchas horas de absoluta inactividad que soporta encerrado en su despacho, horas de desocupación que, a falta de mejor trabajo, dedica a la reflexión y al conocimiento de sí mismo.
Abandonado a la ensoñación, imagina cómo será España dentro de medio siglo. Hace cuentas y se cerciora de que el Caudillo no vivirá para entonces, quizás él tampoco. Se ensimisma, se extravía. La fantasía le conduce cincuenta años más allá. Ya no luce el bigotito de hormigas. Su aspecto se le antoja estrafalario: el cabello, liberado de la brillantina; el nudo de la corbata, grotescamente grande; unas gafas oscuras de tamaño desmesurado que le ocultan la mitad del rostro, similares a las que usan los trabajadores de la metalurgia. El retrato del Generalísimo ha sido reemplazado por el de un señor vestido de civil. Ahora cultiva otras fidelidades, otros principios, aunque, desde su perspectiva en mitad del siglo XX, no sabe a ciencia cierta cuáles. Los del jefe, en todo caso. Hay algo que no varía. Su nombre aparece troquelado en la placa de la puerta del despacho junto a una leyenda que parece aludir a un cargo de título alambicado cuya naturaleza desconoce. Comprende que su alter ego del futuro también ha sido premiado. “Afecto al régimen –concluye, aún adormilado- Hay cosas que no cambian”.

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