miércoles, 21 de mayo de 2008

He muerto recientemente

La noticia no ha trascendido gracias a la discreción de mi círculo más íntimo. Somos gente respetuosa y lo evidenciamos en ocasiones como ésta. Quizás, de haber sido educados bajo una disciplina más laxa, mis cuñados y mis amigos, una vez conocido el fatal desenlace, no habrían aguardado ni un minuto para ir por ahí con el cuento, propalando la infausta nueva. Gracias a Dios, ellos no son así. Saben de sobra que me habrían proporcionado un gran disgusto si alguno hubiese osado hacer público aquello que, a todas luces, pertenece al ámbito más apreciado de mi intimidad.
Ellos han callado, y lo agradezco. Sólo yo debía revelar al mundo la enormidad de lo que hace tan sólo unas fechas ha acaecido, el contradiós que nos ha sumido en las más apesadumbradas cavilaciones, la desdicha que nos flagela inmisericorde. La diligencia con la cual se mantuvo la noticia bajo la más estricta reserva ya no resulta necesaria. Ha llegado el momento de ser franco y de comunicar a la sociedad algecireña el terrible acontecimiento: he muerto recientemente.
Como sujeto paciente del ominoso suceso, no me hallo en disposición de hacer una descripción, aun somera, de las causas que condujeron a mi deceso. Los finados no solemos saber de qué nos morimos, lo que, para quien se toma la molestia de retirarse al barrio vecino, resulta particularmente desasosegante: un cadáver que sabe lo que tiene se queda mucho más tranquilo.
Personalmente, y esto es una elucubración, creo saber (aunque he de reconocer que tan sólo de una manera aproximada) cuáles han sido las razones de mi fallecimiento: o bien, después de tantos años intentándolo, Cepsa consiguió finalmente envenenarme con sus humos mefíticos, o bien he muerto de aburrimiento. Ambas circunstancias, como de todo el mundo resulta sabido, constituyen las principales causas de mortalidad entre los residentes en Algeciras.
He de confesar que aún ando un poco confuso; no olvide que hace apenas unos días yo todavía caminaba entre los vivos. Entenderán mi queja si se detienen a reflexionar sólo un momento acerca de las molestias que ocasiona la incorporeidad. Aunque esto ya tendrán oportunidad de corroborarlo ustedes mismos por propia experiencia.
Lo cierto es que no me habitúo a esta nueva existencia, a este vértigo de la inmaterialidad, a la imposibilidad de sentirme carnalmente. Me miro los juanetes y no me los veo.
No me dejo vencer, sin embargo. He cursado una solicitud a la dirección del partido para que me regrese. Soy un hombre influyente, ustedes lo saben. La gestión parece que dará sus frutos. La ejecutiva provincial ya se ha comprometido a estudiar mi petición. No me resta sino esperar.
Quisiera reconfortar a todos aquellos que creen en la vida eterna. No tienen nada que temer. Todo aquí es como nos lo han contado. Un señor enorme con barbas que, sentado en un trono refulgente, reparte su benéfica influencia entre las almas vagarosas mientras se organiza el Juicio Final, algo así como la sala de espera de un dentista en la que el hilo musical ameniza la paradójica impaciencia de los pacientes. Pero tengo comprobado que, para quienes en vida hemos sido gente de reputación excelente y probada influencia, este estado de beatífica felicidad no reporta demasiadas ventajas. A la pérdida del cuerpo, ya mencionada, hay que añadir la añoranza del carné, sin el cual aquí, en estos páramos celestes, uno se siente un don nadie. ¡Quiero volver!
Yo surgí de la nada y a la nada he vuelto, pero no me aturdo. El secretario de la agrupación del partido en Paterna de la Rivera sigue con enorme interés mi caso.
Confío en que pronto volvamos a vernos. Mientras tanto, descanso en paz.

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