miércoles, 21 de mayo de 2008

El don de la oportunidad

La clave del éxito reside, las más de las veces, en saber estar donde hay que estar. Quienes nacen ungidos por el don de la oportunidad experimentan la existencia como si de un camino expedito y franco se tratase, una senda libre de acechanzas. El bienestar y la fama son sus premios.
Desconozco si los antiguos rindieron culto a alguna deidad dedicada a distribuir entre los mortales los rudimentos del saber estar donde hay que estar. Si tal dios no existió, debería haber existido.
La providencia, que es otro de los rostros de la oportunidad, ha proporcionado a la humanidad inestimables servicios. Allí donde la esperanza comienza a palidecer, allí donde la inminencia de la desdicha parece dar la razón a quienes se creen predestinados al infortunio, allí donde los seres humanos se resignan a aceptar sus condenas, surge, en no pocas ocasiones, un hombre providencial. Los ejemplos son numerosos.
Los hombres providenciales, que por serlo están investidos del don de la oportunidad, lo mismo sirven para un roto que para un descosido: sacan a sus contemporáneos de las tinieblas de la ignorancia gracias a un feliz hallazgo de la razón; lideran hasta la victoria a un pueblo abatido y entregado al invasor inmisericorde; inflaman los corazones abandonados a la incredulidad con la revelación de dioses que habrán de venir a confortarnos, a garantizarnos que no estamos solos, que, cuando todo esto acabe, celebraremos juntos una prórroga, el advenimiento de un reino de luz y dicha con salita para fumadores.
Tomemos como ejemplo de esto que digo a todo un Isaac Newton. Usted o yo, gente respetable, y probablemente admirables en no pocos aspectos, jamás habríamos mostrado la perspicacia de acomodarnos bajo un manzano para echar la que, sin duda, ha sido reputada como la siesta más fructífera de la historia de la humanidad. Dios, o quien quiera que sea el responsable de todo esto, imprimió en Newton el don de la oportunidad. De no haberlo hecho, el fruto se habría desprendido de su rama sin golpear en la cabeza de nadie. Newton, sin don, bien podría haber preferido para su solaz la umbría fresca de un cocotero. El resto queda a su imaginación: un físico que dormita, un coco que se precipita desde la altura, un golpe recio y seco, un crujido de cáscara y hueso, una conmoción cerebral…Y de la ley de la gravedad, nada de nada.
El don de la oportunidad, como digo, ha hecho cosas notables por nuestra especie. El sentido de la ocasión es cosa apetecible cuando se trata de un regalo del creador, de una facultad innata, de un instinto connatural al individuo. Sin embargo, no me perdonaría dar fin a estas líneas sin advertir al público lector de la existencia de una cáfila de simuladores que, sin hallarse en posesión del don, trabajan denodadamente ante sus congéneres para fingirse elegidos de la providencia. Son los oportunistas, calaña que infesta la Tierra, cuyo único fin es el de la satisfacción del beneficio propio.
El oportunista se informa, espía, embauca, seduce, adula y actúa para conseguir con hercúleos trabajos lo que al hombre verdaderamente distinguido por el don no exige esfuerzo alguno.
Son aquéllos que, tras prolijos informes, se granjean la confianza de los poderosos, quienes les retribuyen con sinecuras excelentes, merecido premio para tan solícito servilismo; los mismos que urden inspiradas odas en memoria del muerto reciente (acreditado académico o afamado gobernante o ilustre científico o universal artista) con el solo propósito de darse pisto y ganarse un hueco en el telediario de la noche; los que no dudan de la infalibilidad del jefe; los que carecen de opinión propia y adoptan las de sus mentores, como los camaleones que tienen de verde lo que la rama ha decidido que tengan; los primeros en arrogarse méritos incuestionables en la erradicación de la rabia aun cuando jamás tuvieron nada que ver en la muerte del perro. Es fácil encontrarlos. Allí donde se supone que hay que estar, estarán.

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