A veces, cuando el estado de ánimo me acompaña, me visto de riguroso luto y salgo a la calle. El pantalón, la camisa y la americana negros ejercen un extraño influjo sobre los viandantes. Esta sombría indumentaria me confiere un aire solemne, eclesial, el aspecto de uno de esos sacerdotes irlandeses que infestan los telefilmes de sobremesa. Ya saben, el padre O’Reilly, el padre O’Callaghan, el padre O’Connell. Se diría que el color negro inspira en el prójimo un respeto ceremonioso, una aceptación supersticiosa de la superioridad moral del otro. El otro, en este caso, soy yo, el padre O’Flaherty.
“Es un hombre de Dios”, susurra a mi lado una anciana en cuyas pupilas descubro un destello ansioso, el deseo insatisfecho de arrodillarse ante mí, besarme el anillo y reclamarme la absolución de sus pecados.
Otros días, cuando reúno las fuerzas y el entusiasmo suficientes, me finjo un potentado, un hombre de posibles que fuma puros habanos, asegura su gaznate con una corbata de seda natural y tira de su leontina con la zozobra de quien se halla asediado por el vértigo de un sinfín de obligaciones inexcusables. La gente ya no ve al padre O’Shea sino a un hombre con el riñón bien cubierto, un self-made man, uno de esos tipos que han nacido con el don de hacer de un duro ciento. Todos me dedican ahora una mirada torva pero admirativa, una de esas miradas forjadas en un sentimiento mixto de envidia y prevención. “No será por falta de perras”, oigo decir a unos asalariados ante cuya presencia, y en un alarde de urbanidad exquisita, me descubro tomando el ala de mi chistera entre el pulgar y el índice.
Hay días, y no me pregunten por qué en esta ocasión, en los que me hago pasar por sabio. En estos días de los que hablo me dejo crecer una poblada barba encanecida, encabalgo las gafas sobre la punta de la nariz y me visto con desaliño. El pueblo llano reconoce una mente privilegiada a la legua. Cuando caminas así disfrazado, das por sentado que si los transeúntes decidieran detenerse en plena vía pública para organizar asambleas urgentes decidirían, con el aval de una adhesión unánime, que un intelecto tan preclaro merece del ayuntamiento la distinción de hijo predilecto.
Esta mañana, y porque me ha dado por ahí, he decidido enfundarme en el traje de referente político-social de mi comunidad autónoma. Repartí besos y abrazos, palmaditas de complicidad sobre espaldas ajenas, declaraciones de fidelidad inquebrantable, risotadas estruendosas que celebraban chistes sin gracia. Me hablaban y yo componía un rictus de fingido interés, para lo cual basta con fruncir los labios, arrugar la nariz y enarcar las cejas (las cejas altas estilizan el rostro y procuran el gesto propio de un talante omnicomprensivo, como si el mundo y sus gentes no guardaran secretos para un entendimiento tan agudo y perspicaz como el de uno, el del referente político-social de mi comunidad autónoma en este caso, no el del padre O’Ryan).
Acto seguido, y garantizado el beneplácito del populacho, me dirigí a la plaza del pueblo. Allí, junto a las ranas de cemento que esconden los surtidores de la fuente, entorné los ojos y, estático e imperturbable, escruté el futuro con la serena disposición que se supone a quien ve más allá. Durante todo ese tiempo, no emití sonido alguno, en la confianza de que, las más de las veces, un idiota en silencio se granjea más solidaridades que un hombre discreto que dice lo que piensa. Y vi, o hice ver que veía, un porvenir esperanzador, brillante y venturoso para esta comunidad autónoma. “Ha visto un porvenir esperanzador, brillante y venturoso para la comunidad autónoma”, explicó con desgana un vendedor de la Once a un cliente que se interesaba por saber qué diablos estaba haciendo aquel tipo apoyado en una de las ranas de la fuente.
Todavía no he decidido de qué me disfrazaré mañana.
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