miércoles, 21 de mayo de 2008

Moral y yogurteras

Un español medio vive alrededor de 80 años, que es bastante más de lo que puede decir una yogurtera. Que la vida útil de un compatriota sea superior a la de un electrodoméstico ideado para fermentar leche no deja de ser un indicio de lo bien urdida que está la Creación. Existe algo moralmente perverso en una yogurtera que dura más que un señor de Soria.
Las longevidades comparadas de hombres y yogurteras no son sino una alegoría de la jerarquía moral que rige en el universo. El sentido común nos hace ver que un ser humano resulta más relevante para el mundo que una máquina de hacer yogures. El hombre (un español, en nuestro caso) es una criatura moral superior, y es por eso por lo que disfruta de una existencia más prolongada. Una vida extensa es el premio que el Divino Arquitecto concede al ser más versátil, al que resulta más útil para el cumplimiento de sus designios, al más polifacético. Porque, ¿qué se puede esperar de una yogurtera? A lo sumo, que fabrique yogures. Pero un hombre es otra cosa. Un hombre (un español incluso) puede regir los destinos de un país, preparar una degustación con platos autóctonos deconstruidos, danzar lambada con gracejo, pilotar un biplano, componer un pasodoble cuyo título evoque la grandeza de la tierra natal, estudiar para urólogo, inaugurar una dinastía o dilapidar la fortuna de otra, permanecer en la memoria colectiva como el mejor medio volante de la historia, obtener un Nobel o un doctorado en Antropología Cognitiva, batir el récord mundial de los cien metros mariposa, cultivar la filatelia, la numismática o la papiroflexia, recoger el Especial de Pura Cepa de manos del señor alcalde, ejercer de burgomaestre, comodoro o chambelán, presentar un telediario de máxima audiencia o escardar cebollinos. El ser humano es multidimensional y polifacético, las yogurteras no.
No me cabe duda de que a estas alturas usted ya se habrá preguntado cómo, siendo como es breve la vida, alguien puede empeñar tanta dedicación y esfuerzo en redactar una majadería de tal calibre. “¿Es más moral un español octogenario o un ingenio que hace postres?”, me interrogo. Y reconozco con usted que la resolución de este dilema no hará avanzar a la humanidad mucho más de lo que haya podido hacerlo hasta la fecha.
Estas reflexiones acerca de las implicaciones morales que cabe observar en las yogurteras constituyen un ejemplo acabado de estupidez gloriosa, uno de esos trabajos que no merecen la energía que se hipoteca en ellos. Puedo romper, sin embargo, una lanza en mi favor: cotidianamente aceptamos sin la más mínima censura soplapolleces de similar entidad que, ante la evidencia de que vivimos los tiempos que vivimos, ni nos sorprenden ni escandalizan.
Un tipo sostiene que los atentados del 11-M son el resultado de una trama urdida por un grupo terrorista, un partido político y la policía, y no son pocos quienes consideran ésta una hipótesis razonable.
Las obras del Ave en Cataluña resultan, objetivamente, un desastre que, además, ha dejado sin transporte de cercanías a una de las ciudades más importantes de Europa. “Correr es de cobardes”, dice la ministra, y hay una buena porción de admiradores que ensalza las razones esgrimidas por Maleni para resistirse a la dimisión.
Los especialistas nos informan de que la economía marcha estupendamente, de que somos la envidia de la Unión Europea, de que, para alimento de nuestro orgullo nacional, somos la octava potencia mundial. ¡A qué diablos viene quejarse ante un panorama tan halagüeño!, nos reprochan. Y eso nos parece bien, aun cuando nuestros salarios se tornen cada vez más magros, nuestras hipotecas más obesas y nuestros bancos más ricos. Pero todo lo damos por bueno, pues, al fin y al cabo, son las reflexiones de un experto.
Unos idean una argumentación pretendidamente fundada de que el 11-M es hijo de una confabulación; otros pergeñan todo un catálogo de justificaciones para advertir de que, sea cual sea el cataclismo, aquí no va a dimitir ni Dios; los más conspicuos talentos de la economía nacional redactan gruesos tratados con los que nos persuaden de que, aunque no lleguemos a fin de mes, somos gente afortunada. ¿Y yo no puedo escribir sobre la moral de las yogurteras?

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