miércoles, 21 de mayo de 2008

Dentro de los libros

Abandonó al héroe a su suerte en la plenitud de su aventura, justo en el capítulo sexto, allí donde el relato presagiaba excitantes revelaciones. Detuvo la lectura para examinar el billete de autobús sorprendido en la página 154, un trozo de papel rectangular y amarillento impreso en tinta azul y con los extremos mordidos por sendos semicírculos. Emparentó el hallazgo con un olor recién leído, y persiguió el rastro de memoria que le quedó impregnado en las narices. No supo recordar el perfume que aceitaba la piel de la empleada parapetada tras la ventanilla de la compañía de transportes, ni los colores del uniforme que lucía el conductor asignado al servicio, una espalda que debió de convertirse en hábito durante el trayecto, pero de la que ahora no guardaba ninguna memoria. De habérsele preguntado, no habría sido capaz de precisar la profundidad que al comienzo de aquella espalda alcanzaba el hueco donde se ajusta el cráneo con la columna. Un viaje olvidado, quizás nunca emprendido, del que sólo creyó recordar origen y destino, y eso porque todavía podían leerse en el billete, junto a la hora de salida y el precio.
No importaba. Tenía la obligación de compensar el desaire infligido al héroe, por lo que forzó el recuerdo hasta inventar un día nublado, un desplazamiento fatigoso, un litigio a propósito de la titularidad del asiento reservado, una ciudad en la que jamás estuvo pero que reconoció por la catedral que ilustra las postales, un recibimiento frío, y, sólo más tarde, un encuentro feliz en la esquina de una calle adoquinada de balcones bajos y ruido de chicharras.
El pedazo de papel abrió una vía en su memoria, una oquedad por la que escapó un chorro de vida no vivida, aunque recordada.
Cerró el libro de un golpe súbito, como aquél que en las películas anuncia una nube polvorienta que asciende sobre la cabeza del protagonista. Echó una mirada a la librería, a los tomos anárquicamente ordenados, apilados, y tuvo la certeza de que sabía el nombre de todos los autores, de todos los títulos, que podría describir cada uno de los dibujos grabados en las cubiertas y las inserciones de los lomos. Incluso, si se lo hubiese propuesto, habría podido evocar las manos y los consejos del librero al que los compró. Pero no pudo cifrar el número exacto, ni tan siquiera aproximado, de billetes de autobús hospedados entre las miles de páginas. Supuso, sin saberlo, que aquellos libros estarían preñados de entradas de cine, cuentas de supermercado, reservas de hotel, direcciones y teléfonos de desconocidos, cigarrillos aplanados por la presión del tiempo, anuncios recortados de los periódicos, tarjetas de visita, pañuelos de papel con humedades antiguas que azulean, el rostro de Gustavo Adolfo Bécquer asomado a un billete de cien pesetas, el posavasos de un club de carretera, una invitación de boda con la satisfacción por el feliz enlace de los vástagos impresa en una cartulina color crema, el fósil de un mosquito desafortunado, el cromo que nos faltaba, un cachito de papel violeta que desenvolvimos de un sugus, la vitola de un cigarro puro con los colores de la bandera nacional, un beso rojo bordado en una servilleta de celulosa, un San Pancracio en el haz de una calendario, la tapa premiada de un yoplait, un sobre de azúcar vacío y la meada de un gato irrespetuoso que impregnó para siempre con un tufo innoble los poemas de Fray Luis de León.
Devolvió el billete a su guarida en la página 154, volvió la hoja tomando el vértice superior entre las yemas del pulgar y el índice, lubricadas con saliva, y comenzó la lectura del capítulo séptimo.

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