miércoles, 21 de mayo de 2008

Un amago de rebelión

El sargento Gómez era un hombre templado, pese a lo cual no dejó de asombrarse ante la noticia de que el escopetero de Getares acababa de empaquetar sus bártulos para, según testigos presenciales, emprender la huida camino de El Saladillo. No era la primera noticia de esta índole que se recibía en la jefatura de la Policía Local. De serlo, quizá las radios y los periódicos habrían insistido más tenazmente para que las autoridades aclarasen si, efectivamente, tal y como rezaba la nota de prensa, era cierto aquel desvarío según el cual la estatua del escopetero, inerte durante tanto tiempo como corresponde a todo monumento público, había abandonado su pedestal y se había largado sin encomendarse ni a dios ni al diablo.
La verificación del comunicado que daba cuenta del infrecuente acontecimiento no fue necesaria dado que, como ya queda dicho, no era ésta la primera ocasión en el transcurso de la última semana (ni sería la última) en la que una efigie en bronce tomaba las de Villadiego. Sin ir más lejos, la peana del Monumento a la Madre permanecía desocupada desde la semana anterior.
La fuga del escopetero abrió la puerta a las especulaciones. Hubo quien quiso limitar la estrafalaria huida de las estatuas a los dos casos hasta aquí descritos, posiblemente en la ilusoria confianza de que acontecimientos de esta naturaleza no volverían a repetirse, de que no concurría motivo alguno para que una maldición de esta especie cayese sobre una ciudad como la nuestra. Los defensores de esta tesis llegaron a sugerir una estrecha relación entre ambas desapariciones, ligadas, según esta teoría, a la preñez del céntrico monumento, estado de gravidez cuya autoría atribuían al muchacho de la escopeta que, incapaz de arrostrar sus responsabilidades, prefirió poner pies en polvorosa antes que asumir la tarea de procurar la educación al hijo, empresa tanto más exigente cuanto que, como acaece en el caso presente, el vástago que reclama nuestros cuidados es todo de bronce.
Un acontecimiento posterior vino a desacreditar ésta y otras tantas peregrinas teorías que fueron formulándose con el discurrir de los días. Aunque emparentado con los sucesos hasta aquí expuestos, no podría decirse que lo acaecido con la Torre del Milenio cupiera en la misma categoría de hechos inexplicables. El monolito (admirado tanto por su verticalidad, que al cielo reta, como por su estado de eyaculación perpetua) se vino abajo, no como se desmorona un edificio sino, más bien, como se abandonaría un organismo vivo, replegándose sobre sí mismo, mustio, flácido y melancólico. El concejal de Urbanismo, ante la evidencia de que no existían taras ni de ingeniería ni arquitectónicas en la construcción, sugirió a la comisión de gobierno contratar los servicios de un urólogo. No hubo caso.
Las posteriores fugas de sus plataformas de las efigies de Paco de Lucía y Alfonso XI alarmaron ciertamente al gobierno municipal, cuyos miembros, en un alarde de responsabilidad y sensatez, recurrieron a los servicios de un experto de la Universidad de Lovaina, el doctor Helmut von Mylendonk, con la intención de disponer de un diagnóstico de la situación que, a su vez, permitiera implementar las medidas necesarias para poner fin a esta calamitosa sucesión de desatinos. La eminencia a cuyo consejo se recurrió no demoró sus conclusiones. “Es como todo. Primero, la gente comienza a quejarse del mal tiempo; después, censura la ineficacia del servicio de recogida de basuras; más tarde, le mienta la madre a los gestores públicos; a continuación, deja de ir a votar, y, finalmente, las estatuas se confabulan para salir huyendo de sus plataformas. Muchas revoluciones han comenzado así. Está documentado”.
Las consideraciones de Von Mylendonk apenas si fueron tenidas en cuenta cuando en el seno del gobierno municipal se impusieron los argumentos de quienes se mostraban partidarios de poner en práctica una política de represión, de quienes reclamaban un gesto de autoridad concebido como advertencia a todos los elementos del mobiliario urbano del municipio. La frenética actividad de la Policía Local, que repartió entre la población retratos-robot de los fugados, permitió la captura, uno a uno, de todos los fugitivos. De todos, excepto del soldado desconocido, quien, por razones obvias, siempre consigue pasar desapercibido.

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