Un individuo pesimista no tiene por qué ser necesariamente un individuo sombrío: el pesimista sabe que, aun cuando todo pueda mejorar, nada mejorará; pero una convicción tan firme como ésta no es incompatible con la posibilidad de experimentar momentos felices.
Es cierto que un individuo optimista encuentra más ocasiones para ser dichoso, y esto es algo contra lo que nada cabe objetar. Pero la felicidad del pesimista, cuando concurre, es más especiada y densa; es, si es que tal cosa existe, una felicidad de mayor calidad. Quien niega a la existencia el beneficio de la duda, quien recela del porvenir, quien juzga que, se haga lo que se haga, las cosas son como son, vivirá una felicidad más plena, por inesperada y sorprendente, cuando, por un acaso, se quiebre la norma inconmovible de que todo irá mal.
El asunto no posee un interés menor en estos tiempos que corren.
Hemos convenido que, frente al pesimismo, el optimismo crea un mayor número de seres humanos potencialmente felices. No seríamos honestos, sin embargo, si no advirtiéramos de que porciones desmedidas de optimismo pueden llegar a resultar tan perjudiciales para la salud moral como una sobredosis de aceite de ricino pueda serlo para la salud física.
Nuestras encomiables y prósperas sociedades están embargadas por el convencimiento de que, con sus altibajos y sus imponderables, el futuro habrá de ser halagüeño y amable. Puede que algún caudillo asiático, o el cabecilla iluminado de alguna cabila, o un dictadorzuelo tropical, todos juntos o por separado, lleguen a amenazar una civilización tan bien urdida y organizada como la nuestra, pero, a la larga, y de eso estamos seguros, el bueno ganará. Como sucede que andamos persuadidos de que los buenos somos nosotros, ¿por qué habríamos de preocuparnos?
Esta confianza colectiva en la bondad del universo también alcanza al individuo, quien acaba convirtiendo sus deseos en certezas. Anda muy extendida una creencia según la cual, si adoptamos las medidas preventivas oportunas, si somos precavidos y atendemos a los consejos de Arguiñano y de la consejera de Salud, alcanzaremos una edad que, por comparación, hará un pipiolo de Matusalén. Si practicamos una dieta saludable, rica en proteínas, baja en grasas saturadas; si corremos todos los días durante dos horas como lo haría un prófugo de la Guardia Civil; si nos abandonamos a las enseñanzas de alguna filosofía oriental que nos ayude a disciplinar el cuerpo mediante el sencillo ejercicio de disponer la planta del pie derecho sobre el hombro izquierdo; si ingerimos la cantidad de aloe vera suficiente, y si adiestramos nuestra libido para el ejercicio del sexo tántrico, entonces, si hacemos todas estas cosas tan beneficiosas y saludables, la muerte sólo podrá encontrarnos en el improbable caso de que un piano se precipite desde un quinto piso sobre nuestras cabezas. Pero el optimismo también encuentra un remedio para esta contingencia: bastará con que en nuestros paseos evitemos la proximidad de los conservatorios.
A fuerza de optimismo, vamos descuidando la casa.
Los optimistas han infligido no poco daño. Quienes se tienen por tales sostienen que si el mundo no es justo, ya lo será. Son los mismos a los que no inquieta vivir en una democracia pervertida: su entusiasmo les lleva a pensar que la cosa encontrará solución sin mucha demora. Los optimistas conceden, eso sí, que han de morirse, pero se sosiegan pensando que eso no tiene por qué ocurrir precisamente mañana.
El optimismo no tiene arreglo, dijo un pesimista.
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