La grandeza de una doctrina está en relación directamente proporcional a las posibilidades que esa misma doctrina ofrece de contradecir sus postulados sin que un rayo justiciero descienda del cielo para partirte en dos. Las doctrinas pueden ser hijas de la abyección más absoluta o del más prístino bien, pero si sus principios han de ser observados con escrúpulo y sin desviación posible, entonces tanto da que estén inspiradas por Dios o por el Diablo. Es bueno dudar de toda doctrina que no tolere la más mínima discrepancia.
Precisamente, fue la intransigencia lo que acabó con la excelente reputación de la que gozaba mi tío Amador, un hombre de pulcritud intachable y untuosos modales al que toda la familia trataba con la distancia que impone la admiración.
Era el tío Amador un gentleman, un tipo cultivado, refinado, célebre por sus soflamas en defensa de la urbanidad y las reglas de etiqueta. Mi tío fue autor de voluminosos tratados introductorios acerca del tacto exigido para con los deudos en las ceremonias fúnebres, sobre la galantería que se reclama en el trato con señoras y a propósito de las normas de comportamiento que han de acompañar a todo caballero en la mesa. El tito Amador se mostraba inflexible con estas cosas y habría sido imposible hacerle abjurar de la más insignificante de sus creencias. Amador era un apologista de la excelencia en las relaciones sociales, la distinción y la elegancia. Por eso, a nadie le extrañó que le descerrajara un tiro en el pecho al patán que osó eructar tras celebrar la exquisitez de aquel foie de canard con el que el Marqués de Alcantarilla obsequió a sus invitados durante la recepción organizada para agasajar a la pequeña Adelita en su decimoctavo cumpleaños. Mi abuela siempre nos decía que esto es lo que pasa cuando las cosas se llevan a tales extremos.
Parecida actitud demuestra el arzobispo de Toledo, señor Cañizares, quien barrunta que la asignatura Educación para la Ciudadanía no es sino una de las múltiples encarnaciones que adopta el Mal (así, escrito con mayúscula) para corromper a las criaturas de Dios. El señor Cañizares debe de ser uno de esos hombres admirables capaces de descubrir la presencia del Maligno allí donde los demás nos revelamos incapaces de advertir los efluvios sulfurosos que delatan la asechanza del Príncipe de las Tinieblas. Lo siento, pero me cuesta mucho creer al arzobispo de Toledo. Y lo digo yo, que hice la comunión ataviado de alteza real, con un terno blanco impoluto de botonadura dorada, yo, que en mi adolescencia anduve persuadido de que los elepés de José Vélez ocultaban cifrados mensajes luciferinos que sólo se hacían evidentes si se escuchaban las canciones del revés.
He de confesar que desconozco los contenidos de la nueva asignatura ideada por el Ministerio de Educación, pero no oculto mi recelo hacia cualquier intento de hacer pasar por enseñanzas científicas lo que no dejan de ser doctrinas, aun cuando éstas puedan defender, a ojos de la mayoría, los principios más nobles y elevados (sea para educar al ciudadano o para asentar la fe del católico). Todo lo que el hombre hace de bueno –si es que algo hace- comienza a irse al garete cuando se transpone a códigos y se impone a través de leyes o mandamientos de inexcusable cumplimiento. Que un niño obtenga un siete en piedad o un ocho y medio en civismo me resulta una cosa absurda y sin sentido. Todo sería más razonable –y mucho más pacífico- si nos limitáramos a educar a los niños para que piensen por sí mismos y ejerciten su propio criterio.
Un apunte antes de terminar. Resulta curioso que la Conferencia Episcopal emplee para desacreditar esta peculiar asignatura inventada por el Gobierno un argumento idéntico al que utilizamos los defensores de la escuela laica para reclamar la exclusión de la religión de los planes de estudios: Entre las competencias del Estado no figura la de formar la conciencia moral de los alumnos. Pues eso.
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