miércoles, 21 de mayo de 2008
Escarabajos peloteros
Mírele a la cara y acabará reconociendo en su mandíbula prominente la del inmisericorde homicida que sólo pudo ser detenido a causa de un error imperdonable, desliz inaceptable en quien pretendía inscribir su nombre en los anales del crimen nacional; mírele la nariz y advertirá en la sinuosa trayectoria del tabique la determinación inicua del estrangulador apresado por su impericia; mírele las orejas y descubrirá en sus lóbulos grosezuelos sendas réplicas de aquellos que fueron mordidos por la última víctima del monstruo, acuciada por la desesperación, alarmada por la inminencia de una muerte atroz a manos de aquel desconocido, felizmente arrestado por agentes de los cuerpos y fuerzas de seguridad del Estado, tan eficientes como requiere la ciudadanía, todo por la patria; atienda ahora al porte, a sus maneras afectadas, a su modo de conducirse y hablar; repare en el léxico, en la estructura sintáctica de sus frases, en el timbre atiplado de la voz; deténgase en el gracioso tic del ojo izquierdo cuya frecuencia de parpadeo duplica la del ojo derecho, una mirada de dos velocidades, se diría. Hechas todas estas observaciones, reconocidas todas y cada una de las semejanzas, constatada la asombrosa similitud de formas y conducta, acabará conviniendo conmigo en que su cuñado, el de Olvera, es el vivo retrato del asesino de ancianas cuya fotografía publican hoy todos los diarios.La idea de que los seres humanos somos criaturas únicas, individuos fácilmente distinguibles, irrepetibles por nuestra peculiaridad física y disposición moral, no es sino una pamema, un prejuicio antropocéntrico, algo equivalente a la pretensión del escarabajo pelotero que se piensa inconfundible, identificable entre un millón de escarabajos peloteros, un rostro de escarabajo que no se olvida, singular en su condición de insecto cuyos rasgos le han de diferenciar necesariamente de cuantos escarabajos peloteros han sido y serán, presunción que concluye con el chasquido de un cuerpo de escarabajo despanzurrado bajo la bota de un gamberro de pantalón corto y rodillas peladas. Un cuñado que comparte rostro con el estrangulador de Boston no constituye una rareza. Estoy seguro de que usted ha sido testigo de fenómenos de esta naturaleza, fascinantes encuentros con sujetos que se les antojaron réplicas de otros sujetos ya conocidos: un frutero obeso cuyas axilas transpiran como lo hacían las de su profesor de Ciencias Naturales de cuarto; una taquillera de cine prognata, como aquella novia de juventud que confinaba sus dientes en un corrector, amasijo de alambres que tanto estorbó su iniciación sexual; un gerente de tanatorio de manos velludas, idénticas a las del señor presidente del consejo de administración de la empresa en la que usted se encuentra empleado, hasta ayer su jefe y una de las mayores fortunas de la provincia, ahora yerto y exánime en el ataúd de caoba en torno al cual la disciplinada plantilla, incluido usted, rinde el postrero homenaje a quien fuera hombre providencial y alma máter del negocio, aquel que, en vida, recibiera de sus hogaño entristecidos asalariados el título, clandestino, no revelado públicamente, jamás reconocido oficialmente, de grandísimo hijo de la gran puta. Nos parecemos, sí, nos parecemos demasiado los unos a los otros. Mire la foto que ilustra este artículo. Efectivamente, esa, la del señor atractivo de las gafas. Quizá, si se esfuerza y emplea el tiempo suficiente, puede que descubra entre nosotros una semejanza inquietante, un parecido inverosímil, una naturaleza común cuya revelación desasosiega, una afinidad hasta ahora inadvertida, un aire familiar. Quizá usted sea yo. O yo, usted.
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