miércoles, 21 de mayo de 2008

¿Conocía usted al muerto?

Las necrológicas de los periódicos anuncian la desconsoladora pérdida de un señor cuyos méritos en vida, a juzgar por la profusión de esquelas publicadas en su memoria, debieron ser abundantes. El infausto día alcanzó a este hombre a una edad no muy avanzada, esto es, justo a esa edad que todo el mundo cree tener cuando se muere. El señor del que hablo debió de ser hombre de vasta formación y sólido prestigio, amén de propietario de unos de esos apellidos aristocráticos que no ahorran en diéresis, acentos circunflejos, haches aspiradas y erres tronantes. Presidente de una reputada institución cultural, nuestro fallecido, según nos confían los obituarios, era miembro activo de la sociedad civil, ciudadano pródigo en actos filantrópicos y consejero en los órganos de gobierno de no pocas fundaciones. Nuestro hombre, como ya tengo dicho, ha fallecido. Y yo, pese a todo, jamás había oído hablar de él. Resulta fascinante detenerse a pensar en todos aquellos seres humanos de cuya existencia sólo sabemos cuando un accidente de tráfico, una neumonía o una espina de rape enconada en el gaznate los retira de la circulación. Toda una existencia, lo que se dice toda una existencia humana (con sus goces y sus desdichas, sus hallazgos y sus pérdidas, sus amores y sus desafectos), pasando inadvertida hasta que los periódicos publican la noticia de su fin bajo las ruedas de un tranvía sin frenos. Desalentador.¡ La cantidad de gente que se muere sin habernos sido debidamente presentada! ¡Cuántos abnegados mecenas, excelsos pintores, peritísimos ingenieros, arrojados trapecistas, valerosísimos generales, providenciales estadistas, dotadísimos pornógrafos y científicos inspirados han transitado por este valle de lágrimas sin que yo haya tenido constancia alguna de su existencia!No es esto, sin embargo, lo que me aflige. Lo que me pesa es que, siendo como es tan abundante la especie humana, me haya sido dado conocer a tanto congénere que, ahora que lo pienso, preferiría no haber conocido: jefes semianalfabetos, empleados complacientes, camareros impertinentes, funcionarios sin educación, fontaneros impuntuales, taxistas ebrios, fruteros que estafan en el peso, cuñadas malintencionadas… Así las cosas, no es de extrañar que resulte difícil tener un buen concepto de la condición humana. Salvo contadas excepciones, las redacciones de las necrológicas pintan viajes humanos admirables o, cuanto menos, aderezados con andanzas que despiertan el interés del lector. Un artista cuyos refinados gustos son glosados por el director de la pinacoteca nacional. Un escritor, autor de una obra colosal, erudito dedicado en exclusiva al cultivo de las letras. Un actor de físico privilegiado, célebre por sus destrezas amatorias y sus modos de bon vivant. Las necrológicas siempre hablan de gente a la que uno no conoce, lo cual, si se piensa bien, no deja de ser lógico. Por lo general, la parte de la humanidad que nos ha sido presentada resulta ser la más grosera y prescindible. (Sin embargo, no quisiera pasar por un monstruo. Durante nuestra vida podemos encontrarnos con tipos excelentes a los que, incluso, llegamos a profesar un sincero afecto. Pero, entre usted y yo, esta categoría de conocidos constituye una reducida minoría. Al resto, el ABC jamás dedicará una necrológica).Todo lo cual dicho explica que a la lectura de una loa fúnebre en el periódico suela acompañar la elegante y concluyente apostilla “¡Era una ser notable!”, en lugar de la más coloquial y reprensible “A ese hijoputa lo conocía yo”.

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