miércoles, 21 de mayo de 2008

Serrat & Sabina

Pese a las amenazas que el relente de la noche presagiaba, ni los osteoporóticos quisieron renunciar a ser testigos de un acontecimiento tan memorable. La ocasión exigía un sacrificio.
Un mar de brazos y piernas, artríticos en su mayoría, se agitaba frenético bajo el escenario a la espera de que diese comienzo el concierto. Grupos de espectadores, como corrientes marinas ajenas a los dictámenes de ese océano humano, se apremiaban mutuamente, acuciados por la cistitis, camino de los servicios. La plaza gemía con un murmullo alimentado por chasquidos de hueso y agudos pitidos de origen bronquial.
De improviso, los quejidos de las articulaciones dejaron de oírse y se impuso un silencio absoluto y ceremonial, roto, inmediatamente, por un redoble de batería cuyo estruendo anunció la llegada de los artistas: Serrat y Sabina saludaban al respetable desde el entarimado.
Comenzó el recital. Las canciones, aprendidas en la juventud, recibían el insólito acompañamiento del ruido seco y sordo que producían las caderas fracturadas del público, el castañeteo de las dentaduras postizas afianzadas con Corega, las expectoraciones viscosas que delataban un deficiente funcionamiento pulmonar…¡Nos habíamos vuelto a encontrar después de tantos años! ¡Éramos nosotros!
¿Éramos nosotros?
La nostalgia sólo es elegante si se ejercita con discreción y en privado. El ejercicio de la memoria otorga un toque de distinción si se practica en el refugio de la intimidad doméstica, repantigado en un sillón orejero, ataviado de negro riguroso, con la tez pálida como la de un vampiro y un vaso de absenta en la mano. Uno puede, así, conducirse aristocráticamente mientras recuerda: el inquietante “tururuuuuú” que advierte de la presencia del tiburón bajo la bañista que agita las piernecitas ignorante del peligro; el infierno encarnado en el frontal de la catalítica Super Ser en casa de la abuela; Franco aferrado a un salmón en un río turbulento que jamás tuvo la delicadeza de arrastrarlo corriente abajo; media teta de Victoria Vera en una escena de “Cañas y barro”; Benito, central del Real Madrid, perfilando los tacos de sus botas contra el peroné del interior izquierdo del equipo visitante; Heidi, confinada en nuestro Telefunken en blanco y negro, corriendo por la montaña tras Pichí; los acaudalados vecinos posando orgullosos junto a su 850 amarillo…Recordar así sí queda fino, ¡pero en público!
Hay algo obsceno en la nostalgia de masas, algo ofensivo y patético. No es un reproche a quienes acudieron al concierto de Serrat y Sabina la pasada semana, no es eso. De hecho, yo también estaba allí. Pero es que no puedo dejar de pensar que, conforme cumplimos años, la vida nos va dejando en evidencia. Creo que esto es así, aunque no sé si estaré exagerando. Veamos.
Lucía, la más bella historia de amor que tuve y tendré, es hoy una señora de 95 kilos, madre de tres horrendas bestezuelas cuya manutención te corresponde por decisión del juez que dictó sentencia en tu proceso de divorcio. Del pueblo blanco, colgado de un barranco, se ha encargado el constructor que, ataviado con un polo Burberry y emboscado entre el público, lanza requiebros y piropos al afamado cantante catalán: donde se levantaba el pueblo, hoy arrasado, emerge una urbanización de lo más cool con su resort, su spa y su 35.500 coquetos bungalows. ¿Y Penélope? Una vieja chiflada con síndrome de Diógenes que acaba de ser desahuciada de su casa por el BBVA.
¿Pesimista? No les voy a discutir. Seguro que acabaría perdiendo.

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