Esta mañana, mientras empapaba una madalena de fabricación industrial en el café, he sido asaltado por una alucinación que apenas si me ha revelado algo que, por otra parte, hacía tiempo que sabía: que yo soy yo. Parecerá una simpleza, pero hasta hoy mismo no había tomado conciencia de que el mundo se divide en dos categorías de individuos: yo y todos los demás. Usted, que es uno de los demás, me disculpará la petulancia, pero es que yo me prefiero a mí. Le puedo asegurar que si el yo que soy instintivamente (el que gime cuando es golpeado, el que llora cuando su alma se aflige, el que se espanta cuando las siluetas de su suegra y sus maletas se recortan ante el umbral de su puerta…) fuera una persona distinta al yo que concibo cuando me pienso, no existirían dos amigos más entrañables.
Yo, y usted sabrá volver a disculparme, soy, en tanto que yo, mucho más real que usted. Es más, usted, al que ya he tenido el honor de dirigirme en varias ocasiones, no es para mí sino una representación, una suposición, la encarnación de la idea que me he forjado acerca de todos aquéllos que acabarán leyendo este texto. Perdone la crudeza, pero me veo en la obligación de informarle de que usted no tiene rostro, ni nombre, ni filiación. Yo puedo acreditar que soy yo (ahí arriba figuran mi fotografía y mi nombre), pero usted, ¿me puede decir quién diablos es usted?
Podrá objetárseme que quien esto lea tendrá de sí la misma conciencia que yo tengo de mí. Él también es un yo lo que, recíprocamente, me convierte a mí en un usted. Como argumento no está mal construido, pero, aun reconociendo esto, nadie va a persuadirme de que yo soy yo y usted, usted. En lo que a mí concierne, lo tengo claro. ¿Y usted?
Si me despeño por un barranco, seré yo quien sufra las molestias que supongo aparejadas a tan infausto suceso. Pero si es usted quien se precipita al vacío desde un desfiladero, puedo asegurarle que tan indeseable tragedia no me procurará daño alguno. Ésa es, precisamente, la distancia que nos separa a ambos.
La madalena en el café escondía esta mañana otra porción de revelaciones, de entre las cuales juzgo como la más edificante aquélla que versa acerca del destino que, según la experiencia ajena avala, nos aguarda a todos y cada uno de nosotros. Hablo de la Muerte, de la Pelona, de la Parca, de la Señora de la Guadaña… “Según la experiencia ajena avala”, acabo de escribir. Ahí radica el quid de la cuestión, la almendra del misterio cuya dilucidación me ha sido confiada en el acto banal de mojar la madalena. La certeza de que todos hemos de morirnos no se funda más que en una consideración de carácter puramente estadístico: pensamos que esto es así porque, hasta la fecha, todo ser humano nacido de mujer ha acabado muriéndose más tarde o más temprano. Ésa es la “experiencia ajena” a la que aludía, la experiencia que usted habrá de afrontar un día u otro, usted, que no soy yo sino alguien que se me antoja extraño, ajeno, usted que, a diferencia de mí, es uno de todos los demás. Pero, ¿y yo? ¿Qué habrá de pasar conmigo? He de confesarle que, a este respecto, me muestro optimista. No existen antecedentes acerca de la suerte que espera a un yo como yo ya que yo, pese a la vastedad de la historia de la Humanidad, no he nacido más que una sola vez. En otras palabras, no existen estadísticas fiables. La única realidad contrastada por la ciencia es que todos los demás son criaturas mortales, algo que no tiene por qué concernirme pues, como he venido subrayando hasta la extenuación, yo soy yo.
O sea, que todo es cuestión de dar tiempo al tiempo para ver qué pasa conmigo. En cuanto a lo suyo, y lamento la franqueza, me temo que no tiene arreglo.
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