miércoles, 21 de mayo de 2008

Política y alimentación

El estallido de una bombona de gas butano en el habitualmente bien aprovisionado ultramarinos regentado por La Pelaíta anunció, de algún modo indescifrable, que años más tarde Don Buenaventura sería victimado por un sicario, muerto por mano airada y ojo estrábico, bizquera madre de una puntería deleznable: de sesenta y cinco disparos sólo uno hizo blanco, aunque, justo es reconocerlo, con admirable precisión.
La Pelaíta, anciana menuda y temblorosa, se desplazaba de un lado a otro combinando dos movimientos imposibles: el obligado paso adelante se conjugaba con un gracioso meneo lateral que era celebrado por el cafarnaúm de los niños en la calle, quienes, malicia infantil, malignidad pueril, hijoputez propia de las criaturas, acabaron por rebautizar a la provecta señora del ramo del comercio como La Soufflé. "Tu puta madre, niño", replicaba entre trémolos la anciana cuyo cuerpo, apenas minutos después de la reprensión al niño canalla, voló tiznado, churruscado y ovillado a través de la ventana de la casa de alimentación más reputada del pueblo, la suya, "La Pelaíta, conservas y productos frescos", ahora asados y torrados, como La Soufflé, que se estampa como un espagueti a prueba contra la fachada de la casa consistorial, ubicada frente al comercio, calle Lepanto sin número, y ahora sin letrero, sin ventanas, sin cornisas ni tejados.
Un espectáculo horrible que habría de ser premonición del mezquino crimen que, años después, tendría por víctima a Don Buenaventura, entonces un niño que reprochaba voz en grito a la vieja comportamientos soeces e industrias ilícitas, carne de perro con gelatina si la conserva viene cerrada desde Águilas, Murcia, sede de la empresa que manufactura este embutido excelente que se deshace en la boca, tu puta madre, niño, y apenas poco más antes de que el estruendo de la bombona de butano certificara el trágico acontecimiento, antes de que los servicios médicos de urgencia extrajeran de la acera el cuerpo injuriado, antes de que las pesquisas de la policía municipal desvelaran que la deflagración y posterior explosión fueron debidas a un error humano, el de la Pelaíta, que olvidó clausurar la espita del gas, que continuó manando invisible y silente hasta tomar el establecimiento para, finalmente, hacerse violentamente presente ante la sorpresa de la vieja que en milésimas de segundo acertó a relacionar el olor intenso, la bruma inusual y el Farias que acababa de prender con aquel fogonazo azul.
Don Buenaventura, los pantalones cortos incapaces de ocultar la roña de las rodillas, fue testigo de excepción de la postrera acrobacia de La Pelaíta, a la que desde su privilegiada posición en el centro de la calle Lepanto vio volar silenciosa y aerodinámica sobre su propia cabeza, forzada a describir un semicírculo perfecto para no perder de vista las evoluciones de este nuevo Ícaro que estafaba en el peso de las cebollas. De milagro calificaron las autoridades que, entre tanta devastación, Buenaventurita no sufriera daño alguno, los ojitos abiertos y espantados, las manitas abrochadas a la barriga, la mella expuesta a través de la boca abierta.
Años más tarde, durante el acto de toma de posesión como alcalde, Buenaventurita, ya don Buenaventura, prorrumpió en sollozos que acabaron naufragando en un océano de aplausos, el reconocimiento jubiloso de sus paisanos. "Coterráneos", acertó a articular, y poco más pudo decir que resultara inteligible entre el estruendo interminable de las detonaciones, de los sesenta y tantos disparos, uno de los cuales reventó el globo ocular y trepanó el cráneo en su huida a través del occipucio.
Don Buenaventura se abrazó la cabeza con ambas manos, avanzó vacilante unos pasos y se desplomó sobre la vidriera del ventanal donde ondeaba la enseña nacional, símbolo patrio que le acompañó fiel en la caída, entre la música de cristales rotos, preludio del ruido sordo y solemne que certificó lo que los testigos de tan terrible suceso habían comenzado a intuir: el prócer acababa de estamparse contra el pavimento, justo allí donde décadas atrás aterrizó La Pelaíta.
Un niño celebró el gracioso planeo del hombre que le guiñaba el ojo izquierdo mientras volaba.

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