miércoles, 21 de mayo de 2008

Podemos comprar de todo

Los seres humanos que habitamos el lado opulento del planeta podemos comprar de todo, últimamente, incluso, aquello que siempre hemos dado por supuesto que venía de fábrica. Veamos si no.
La industria farmacéutica acaba de sacar al mercado un parche que, adherido a la piel, excita el deseo sexual de las mujeres. La economía del libre mercado ha avalado la puesta a la venta del deseo, que ya puede adquirirse en tiendas especializadas. Primero fue la Thermomix, después la Butterfly Pillow, más tarde el Whisper XL y ahora, inesperadamente, el deseo. La máquina productora no se detiene.
No hay riesgo alguno, sin embargo, de que la producción de tan atractivo artículo de consumo caiga en manos de un monopolio. El mercado libre –el pie de rey de nuestras conductas éticas, ese forjador de la moral contemporánea que lo mismo sirve para invadir un país que para entorpecer la distribución de los tratamientos contra el sida en África- garantiza la multiplicidad de la oferta y unos estándares mínimos en la calidad del producto. El mercado se autorregula, nos enseñaron en la escuela, de modo tal que una unidad de deseo envasada que no responda a los criterios de calidad reclamados por el consumidor redundará en el descrédito del productor, que será excluido de la justa liza empresarial. Lo bueno del capitalismo es que no resulta preciso condenarse a sesudas disquisiciones: todo lo que no se vende es éticamente reprobable.
El hallazgo del parche que estimula la voracidad sexual en la mujer inaugura unas expectativas comerciales inimaginables hace apenas un lustro. Consideremos que el deseo sexual es un artículo por el que podrá llegarse a pagar mucho dinero, algo que siempre habrá de tener presente quien se decida a formalizar las inversiones necesarias para dedicarse a su producción. El éxito de esta gama de productos abrirá las puertas a nuevas iniciativas que se antojan extraordinariamente lucrativas. Si la venta del deseo hace buena la cuota de mercado que le atribuyen los consultores empresariales, la línea de producción pronto podrá ampliarse. Avanzaremos algunas propuestas.
La industria podría muy bien embarcarse en la distribución y comercialización de unas píldoras que desarrollen la ambición en aquellos organismos más proclives a la pusilanimidad y el buen conformar, un fármaco ideado para desterrar esos molestos escrúpulos que estorban la promoción profesional. Una dosis de ambición adecuada –siempre administrada bajo supervisión médica- será suficiente para traicionar al compañero de mesa, para hacer de menos a quien ha demostrado ser más capaz que nosotros, para propalar infundios sobre nuestros competidores sin que nos asalte el menor de los remordimientos. Una pastillita y la perfidia de Lady Macbeth nos parecerá una graciosa travesura.
O bien podríamos explotar la producción de un nuevo artículo que, andando como andan los tiempos, se reputa indispensable hoy día para una eficaz gestión de la cosa pública: la poca vergüenza. Unos miligramos del producto bastarán para justificar cualquier latrocinio y aseverar ante las cámaras de televisión que aquello que hicimos no tuvo otro objeto que el de defender los intereses ciudadanos y procurar el bienestar de los administrados. En consideración a una cierta justicia poética, sería recomendable que este producto se comercializara en formato de supositorio.
El libre mercado nos muestra, una vez más, la impecable adaptación de la maquinaria capitalista a los intereses del ser humano, su abnegada atención a las necesidades del hombre de nuestro tiempo, su abandono incondicional a la preservación del bien común.
La comercialización del deseo en manejables parches distribuidos en envases de diez unidades es sólo el primer paso. El negocio tendrá que evolucionar necesariamente hasta llegado el día en el que los parches serán fabricados con el propósito de que ustedes deseen lo que nosotros queramos. Si no, al tiempo.

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