miércoles, 21 de mayo de 2008

Na, na, na, na...

Soy español, lo cual, dicho así, no lleva aparejado mérito alguno. De hecho, en mi casa todo el mundo ya era español antes de que yo naciera. Al menos en mi caso, viene a ser como una tradición familiar.
Nací español, pero de niño pensaba que la llegada de la edad adulta acabaría por cambiar las cosas, una creencia que mantuve hasta que la experiencia del mundo me demostró lo contrario. Observaba a mi padre y veía su espesa barba -de la que yo carecía-, su barriga cervecera –que contrastaba con la planicie de mi abdomen infantil-, su devastadora alopecia –tan ajena a la frondosidad de mi cabellera ensortijada. Deduje que si la madurez traía consigo toda esta porción de metamorfosis y renuncias, quizá también mi nacionalidad acabaría cambiando con la edad. Pudiera ser que, con los años, acabara por convertirme en kazajo o cingalés, razonaba yo. Alcancé, sin embargo, la madurez y, para mi contento, pude comprobar que continuaba siendo español.
Transcurridos todos estos años, la polémica suscitada en torno a la composición de una letra para el himno nacional me ha devuelto el hábito, hasta ahora olvidado, de reflexionar acerca de la relación que mantenemos España y yo. Mi generación, amigada con la Marcha Real gracias al cierre de emisión de Televisión Española y a la banda sonora del desfile de la Victoria (“Mira, Mari, los de la cabra”, anunciaba mi padre voz en grito ante el televisor), tuvimos pocas ocasiones de solazarnos con los compases del himno patrio a propósito de algún éxito deportivo. Hoy las cosas han cambiado. Los triunfos de Fernando Alonso, Gemma Mengual, Rafa Nadal, Dani Pedrosa o la selección de baloncesto han familiarizado a los niños de nuestro tiempo con la reiterativa melodía de nuestro himno. Nosotros sólo teníamos a Ángel Nieto. Mariano Haro siempre llegaba segundo.
La relación de los de mi generación con la Marcha Real era, cómo decirlo, de una naturaleza diferente. De hecho, nuestra memoria musical, en lo fundamental, se alimenta de las notas del himno nacional, de la sintonía de Eurovisión y de aquella canción de Torrebruno que denostaba el afán competitivo de tigres y leones, felinos todos ellos empeñados en ser los campeones. Uno sentía el bullir de la españolidad por el torrente sanguíneo con sólo oír los compases del himno en los prolegómenos de los encuentros que jugaba la selección de fútbol. Un sentimiento patrio que se acrecentaba y cobraba su más proverbial rudeza si se tenía la oportunidad de detener la vista durante unos momentos en el íbero rostro cincelado sobre los rasgos faciales de Benito, defensa central del combinado nacional y epítome del más rancio españolismo.
Soy español, insisto, y aunque el soniquete de la Marcha Real llega incluso a entusiasmarme en los acontecimientos deportivos no me siento yo, pese a todo lo dicho hasta aquí, hombre de himnos y banderas. Siempre he considerado que, en último término, los enaltecedores de las banderas consideran que lo más útil en ellas es el mástil, es decir, la parte susceptible de ser empleada para romperle la cabeza al tipo que está del otro lado de la frontera.
Pero, dicho esto, he de declararme un ferviente defensor de un himno nacional español sin letra. No es sólo una cuestión de tradición, que también. Es, sobre todo, una cuestión práctica. Imagine decenas de miles de personas entonando en un campo de fútbol el DasLied der Deutschen, el himno nacional alemán. Miles de gargantas no profesionales que braman “Einigkeit und Recht und Freiheit”, las carótidas inflamadas, los pechos henchidos, y continúan cantando “Für das deutsche Vaterland!”, y conforme avanza la interpretación el caos, subrepticiamente, se va apoderando de los cantantes que no pueden esconder su condición de aficionados y, así, para cuando uno entona “Sind des Glückes Unterpfand”, el otro todavía no ha llegado a “Danach lasst uns alle streben”, y un tercero mira perplejo a los demás mientras declama, inseguro, “Blühe, deutsches Vaterlan”…Éstas no son maneras de representar a un país por esos mundos de Dios.
Pero mire, en cambio, a los españoles, marciales en el canto unísono, coordinados como un solo hombre, haciendo evidente la unidad de la patria a través del coro uniforme, de la sincronía vocal, mire a esos hijos del solar hispano que con determinación, inasequibles al error, braman con un torrente de voz que parece emerger de una única garganta: “Na, na, na, na, na-na-na-na-na-na-na-na-na, na, na, na…” Así, ¿quién puede equivocarse?

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