miércoles, 21 de mayo de 2008

Mírese al espejo

El 30 por ciento de las especies del planeta se extinguirá a consecuencia del cambio climático. Lo dicen los científicos. Los augurios no pueden resultar más desalentadores. Nos aguarda un cataclismo, una catástrofe. Aunque, si tomamos un poco de distancia, quizá no sea para tanto.
Que tres de cada diez formas de vida desaparezcan de la faz de la Tierra se antoja un asunto enojoso. Una tragedia, corregirá usted. Concedido, una tragedia. Pero excúseme si le digo que lo que para los hombres o, por mejor decir, lo que para la medida humana del tiempo constituye una de las mayores amenazas con las que se haya enfrentado nuestra especie desde que aquel mono estrafalario doblara el espinazo para caminar erguido no deja de ser una rutina para el planeta. No será la primera vez que un hatajo de bichos perezca sin dejar tras de sí rastro alguno de su pasada existencia. Si los dinosaurios se extinguieron, no veo por qué no van a poder hacerlo la mosca del vinagre o el ornitorrinco.
Los seres humanos conformamos una especie presuntuosa. El hombre se da unos aires, un pisto, que no se compadece con su pequeñez. Nos conducimos como el millonario que vive persuadido de que morirse resulta de mal tono y una ordinariez propia de las clases populares. El hombre cree haberse establecido en el planeta como quien se muda a un apartamento céntrico cuya hipoteca ha sido liquidada. No acabamos de convencernos de que somos bichos y, como tales, también estamos expuestos a la extinción como especie. Y cuando eso suceda, nadie nos va a llorar.
No niego que habrá quien rebata todo esto que digo con el argumento de que se trata de un razonamiento banal pues al hombre sólo le concierne lo que puede medirse con magnitudes de hombre. Lo importante, se me dirá, es que el ser humano ha sido la única especie que ha abrazado la razón y, en su compañía, ha penetrado algunos de los misterios de la máquina de la vida sobre el planeta, además de incorporar el abrefácil a las latas de berberechos con el filantrópico propósito de evitar que nos rebanemos los pulgares. El hombre ha sido el único animal que ha extendido su imperio a todo el planeta, concluirá usted.
Le acepto la argumentación, aunque, si me lo permite, le diré que probablemente los tiranosaurios rex también andaban convencidos de haber asentado su imperio sobre el resto de las especies aunque, a los ojos de un homo sapiens, su ocupación más provechosa se limitara a la evisceración y posterior ingesta de congéneres y vecinos. Los hombres pensamos como hombres y no nos cabe duda de que existe un Dios que nos ha configurado a su imagen y semejanza. Pero quizás, y esto no podemos saberlo, los dinosaurios, a su modo bestial, creían lo mismo.
El 30 por ciento de las especies del planeta podrá desaparecer. Ocurrirá que el ser humano también se extinguirá, ya sea en esta tanda o en la próxima. Y no digo que no debamos preocuparnos por la suerte de los seres vivos con los que compartimos el planeta ni que debamos obviar la certeza de que la degradación a la que hemos abocado a la Tierra es, como lo del abrefácil, obra nuestra. Lo que digo es que a la Naturaleza, o a ese Dios al que nos jactamos de parecernos, se le da una higa que unos cuantos bichos y unas tantas plantas sucumban para siempre. Desde hace millones de años la vida ha sido esto. Puede que después de nosotros una especie con mayor fortuna prospere, se fortalezca y pase a ocupar nuestro lugar como señora del planeta. Es posible que estos seres lleguen a disponer de algunas de las capacidades que nos distinguieron e, incluso, que se parezcan a nosotros. Pero en sus escuelas, si es que acaso las tengan, se hablará de nosotros como de unos bichos que vivieron algunos años después de que lo hicieran los grandes saurios. Y poco más.
Mírese al espejo, por Dios. No sé usted, pero yo sólo veo a un mono lampiño y ridículo. Extraordinariamente atractivo, eso sí, pero un mono.

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