miércoles, 21 de mayo de 2008

Mi abuela y el cordón

Mi propia abuela habría tomado por un degenerado a cualquiera que le hubiese confiado su intención de introducir en el congelador un cordón umbilical recién seccionado. Si le hubiesen propuesto hundir un pie sudado en la olla del cocido o mearse en el florero con petunias que solía adornar la coqueta de su dormitorio, la cosa no le habría dado menos asco.
Mi abuela, q. e. p. d., no habría dispuesto de manos suficientes para persignarse de haber barruntado que en tiempos de su nieto la congelación de cordones umbilicales no sólo no levantaría repudio social alguno sino que, antes al contrario, sería considerada como un timbre de distinción propio de gentes de posibles y casas reales. En los tiempos de mi abuela, los reyes se contentaban con organizar bailes suntuosos en palacio y partidas de caza multitudinarias en los cotos de propiedad real. Hoy, congelan cordones umbilicales en centros privados. Es el signo de los tiempos.
El cordón umbilical de la infanta Sofía será preservado a bajísimas temperaturas por un centro privado europeo. El de su hermana mayor se encuentra en manos de una empresa de Tucson, Arizona. Mi difunta abuela, a la que tanto he mencionado, habría atado cabos si hubiese dispuesto de esta información. Porque ella andaba persuadida de que todos los americanos –excepción hecha de Gary Cooper, a quien profesaba una rendida admiración- eran una manga de guarros capaces de cualquier indecencia. Que los americanos eran unos cochinos y que los rusos usaban gorro y pantalones holgados para disimular los cuernos y el rabo eran, como ella no se cansaba de repetir, cosas sabidas por todos en España.
Pese a sus taras, mi abuela era una mujer industriosa y previsora, una de esas señoras antiguas que de una peseta hacían ciento. Me reconforta pensar que Dios quiso arrebatarla del mundo hace tantos años con la benéfica pretensión de evitarle la noticia de que la Casa Real había entregado su buen dinero a esos americanos tan guarrísimos para que congelaran un trozo de pellejo. La pobre no habría sido capaz de reponerse de la impresión.
De haber estado viva, mi abuela no me habría consentido que utilizara su nombre para escribir un artículo como éste en un periódico. Ella no había parido ocho niños cabezones para lanzar al mundo una cáfila de ateos y republicanos, me habría reprochado. Mi abuela era una mujer decente, y yo, que siempre he procurado honrar a mis ancestros, puedo jurar hoy, en homenaje a su memoria, que el hijo de su hija jamás se lanzará a la calle envuelto en una bandera tricolor con un pecho por fuera. Lo cual no significa que uno no crea que una buena república como Dios manda no resulta, como forma de gobierno, bastante más razonable que cualquier otra cosa.
Dondequiera que se encuentre, mi abuela puede estar tranquila. No tengo ninguna intención de reivindicar la instauración de la III República. Primero, porque no le veo la ventaja a irritar a la gente por una cuestión que, a estas alturas de la historia, no deja de ser un asunto meramente estético. Y, en segundo lugar, porque no quiero tener parte en la responsabilidad de haber abierto la puerta para que Eduardo Zaplana o José Blanco se conviertan en jefes del Estado. ¡Qué espanto!
A mí lo que me preocupa es el cordón umbilical. Me pongo en el lugar de mi abuela, y la comprendo. La imagino hundida en un colchón de trapos, aferrada a las manos de la comadrona y gimiendo mientras, sin faltar a su cita anual, desfilan entre sus piernas, uno tras otro, ocho rollizos bebés. De haber querido, habría tenido una bonita colección de cordones umbilicales. De haber podido, habría elegido la Ruber.

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