Los primeros momentos de confusión ocultaron el verdadero alcance de la rebelión. Nadie quiso creer, por estrafalario e inusual, que aquello que se contaba en los pasillos del Ayuntamiento y las sedes de los partidos hubiese acontecido realmente. Pero así había sido. Un bebé de apenas seis meses había seccionado de certero mordisco la yugular del candidato que en un acto electoral intentó besarle el yermo y frágil cráneo para congraciarse con la masa votante que le vitoreaba.
La precisión demostrada por el pequeño en la maniobra de ataque –no hemos de olvidar que a tan temprana edad las encías apenas dan cobijo a algún que otro diente de leche- fue glosada en las páginas de sucesos de los periódicos. Los candidatos extrajeron la correspondiente lección de la desdicha de su colega y fue digno de verse cómo, desde aquel infausto incidente, ningún aspirante a la alcaldía volvió a atreverse a osculear las calvas infantiles en los mítines. Inútil prevención, como a continuación se comprobará.
La feroz agresión comenzaba a olvidarse, y ya era tomada como un suceso desgraciado, sí, pero aislado, cuando una nueva desdicha vino a sacudir el sosiego de la campaña electoral. La prensa matutina daba cuenta de la inopinada reacción de un grupo de ancianos que, pacíficamente reunidos en el hogar del jubilado en torno a uno de los aspirantes al bastón de mando, sintiéronse acuciados por un instinto primitivo y voraz y, como movidos por un furor báquico, se abalanzaron sobre el conferenciante en una estrategia propia de una manada de lobos hambrientos dispuestos a despedazar a su presa a dentelladas. También en este caso la prensa especializada aplaudió la eficacia demostrada por quienes habían sufrido la dolorosa pérdida de sus piezas dentales. No fue difícil imputar a los ancianos la autoría del salvaje atentado, fundamentalmente gracias a la pericia del forense, quien pudo extraer del píloro y el esófago del cadáver dos ejemplares de dentaduras postizas en impecable estado de conservación.
Ni que decir tiene que, ante el nuevo crimen, el resto de los candidatos extremaron sus medidas de seguridad. A la abstención de besar cabezas infantiles se sumó ahora la prevención de portar una porra eléctrica para espantar a los jubilados.
Ni éstas ni otras prevenciones sirvieron, sin embargo, para evitar que el número de candidatos fuera disminuyendo paralelamente al de agresiones. La seguridad de antaño sobre la tribuna se tornaba hoy indisimulado temor. Los rostros serenos de los candidatos que en otro tiempo inspiraran confianza, hoy dejaban traslucir una lividez hija del espanto. Miedo, había miedo, y ya nadie lo ocultaba.
Pero, si besar a un niño comportaba un riesgo cierto de muerte, ¿qué hacer para persuadir al electorado? Otro de los candidatos prometió la construcción de 6.000 viviendas sociales segundos antes de que terribles convulsiones tomaran su cuerpo como en una posesión diabólica y, del mismo modo que se cuenta que sucede en éstas, comenzara a vomitar ladrillos, licencias urbanísticas y un cheque al portador expedido por una entidad bancaria gibraltareña. La política habíase convertido, de la noche a la mañana, en un mundo tenebroso y despiadado.
Lo cierto y verdad fue que, llegado el día de las votaciones, no quedaba en toda la extensión del municipio candidato que no hubiese sido eliminado por una plaga cuyo origen y propósito resultaban desconocidos para el cuerpo electoral.
(Advertencia: Lo que arriba queda reseñado no es sino una fábula, una ficción. Aun teniendo presente esta consideración, esta redacción aconseja a los futuros candidatos a la alcaldía de la ciudad que escruten con detalle las intenciones que se oculten tras la mirada infantil de todo aquel niño al que se dispongan a besar. Por su propia seguridad).
No hay comentarios:
Publicar un comentario