La tía Eudivigis era un modelo de espiritualidad ascética. La comunión con las esferas celestes que mantenía la Vigis, apelativo familiar que se empleaba con el único propósito de mortificarla, le concedía ciertas apreciables ventajas sobre el resto de los mortales, más descreídos y siempre excluidos de las amigables tertulias que mi tía entablaba cada jueves con lo más granado del santoral. La tía Vigis levitaba, era poseída por tránsitos inexplicables durante los cuales se expresaba con envidiable soltura en arameo, sánscrito y griego clásico, vomitaba especias aromáticas, jengibre y ajenjo, y sangraba torrencialmente por sus estigmas. La tía Vigis era un caso.
Mi abuelo atribuía tales debilidades a una dieta alimenticia carente de hierro. La abuela, de la misma veta espiritual de su hija, juzgaba que aquellos portentos habían de explicarse por la experiencia mariana que la buena de Eudivigis vivió a una muy tierna edad. Decía la abuela que la mismísima Virgen de las Angustias se le había aparecido a la Vigis mientras pelaba unas habichuelas verdes en el patio trasero de la casa, lo que, sin duda, tenía que condicionar una existencia que, ahora, decía mi abuela, se hallaba más cerca de la beatitud que del pecado. El resto de la familia sostenía, con insólita unanimidad, que la tía Eudivigis estaba para que la encerrasen.
La intimidad de mi tía con los santos causó una profunda impresión en mi primo Placidín, un muchachito tísico e influenciable que imaginaba el mundo como una gran máquina dirigida por los santos y una cohorte de serafines. Creía Placidín que bastaba un comportamiento piadoso, una buena sesión de ciliciazos y la petición del favor al santo del negociado correspondiente para gozar de una vida plena y rebosante de éxito. Hubo quien creyó que el tránsito hacia la edad adulta y el descuelgue escrotal harían olvidar a Placidín esa obsesión suya por la intermediación divina y la hagiografía. Tal cosa no ocurrió. Antes al contrario, llegado su decimoctavo cumpleaños, conspiró consigo mismo para convertirse en instrumento de Dios. Placidín dejaría los designios de su existencia en manos de aquellos simpáticos seres que, con ese graciosísimo halo refulgente sobre la cabeza, le sonreían desde las estampitas y los calendarios.
Desprovisto de cualquier talento, excepción hecha de esa inclinación suya hacia la ascesis, la mística y la transmigración del alma, Placidín decidió hacer carrera profesional de la mano de sus santos. Invocó a San Pancracio, ante cuya efigie hizo arraigar una ramita de perejil. Solicitó también el auxilio de Fray Leopoldo de Alpandeire, al que tenía mucha fe, aunque bien sabía que las plegarias para la demanda de empleo sólo prosperaban si se tramitaban ante el departamento adecuado, en este caso el de San Cayetano, patrono del trabajo.
Solventado el problema del empleo, consideró que, en atención al mandato bíblico que abomina de la soledad del varón, sería bueno encontrar una hembra de caderas robustas con la que compartir desdichas y alegrías. Y para ello reclamó el concurso de San Valentín y, aun a riesgo de condenarse a ser objeto de chanza y mofa, el de la Virgen de Lourdes.
Placidín creía en todas estas cosas a pies juntillas. Si una mañana fría la garganta se le irritaba, Placidín se encomendaba a San Blas, patrón de los laringólogos. Si el gato se meaba en el canasto de la fruta, Placidín dejaba toda represalia que pudiera adoptarse por la incontinencia del felino en manos de San Antonio, patrón de los animales domésticos y, para mayor abundamiento, de los tejedores de cestos. Si la muerte de un ser querido requería el envío de un telegrama para trasladar con urgencia el más sentido de los pésames, Placidín no acudía al servicio postal sino que se sumía en un pío ensimismamiento para reclamar la ayuda del Arcángel Gabriel, patrono de los operarios de correos y telégrafos.
Pero, como suele suceder, la vida escarmentó a Placidín. Decepcionado, se convenció de que San Blas no le curaría aquel padecimiento crónico de laringe, por lo que decidió, contra lo que habían sido sus principios, dejarse incluir en la lista de espera del otorrinolaringólogo del SAS. Atribulado, se persuadió de que San Valentín no le procuraría la moza cuyas carnes y turgencias le habrían ayudado a hacer más liviana la existencia, así que se convirtió en asiduo de una casa de tolerancia conocida por el nombre comercial de “El virtuosismo eréctil”. Pesaroso, asumió que ni San Cayetano ni San Pancracio serían capaces de proporcionarle un puesto de trabajo bien remunerado, de modo que, haciendo gala de un extraordinario sentido de la previsión, se sacó el carné del partido.
Placidín, hoy don Plácido, ya es un hombre feliz.
No hay comentarios:
Publicar un comentario