El equipo español de natación ha obtenido doce medallas en los últimos campeonatos europeos celebrados en Eindhoven. Las cosas no siempre fueron así. Cuando yo era niño, las autoridades deportivas del país consideraban un éxito que nuestros nadadores regresaran a casa indemnes. “La natación española clausura un brillante campeonato: doce participantes, ningún ahogado”, elogiaban los periódicos de los 70.
La escena solía repetirse competición tras competición. Un grupo de musculados muchachos de distintas nacionalidades se apostan al filo de la piscina. Una bocina alerta de que ha llegado el momento de zambullirse en la quietud del estanque olímpico. Los jóvenes impulsan sus apolíneos cuerpos (como un salmón que combate la corriente río arriba, donde habrá de desovar), comban el tronco, elongan el cuello en el aire y penetran con gran estrépito en el agua clorada. Mientras, camino del otro extremo de la piscina, la mayor parte de los competidores alardea de una depurada brazada y de una envidiable técnica respiratoria, el representante español se aferra desesperado a los flotadores que delimitan las calles, agita nerviosamente las manos en un indigno chapoteo y, nadando a perrito, alcanza a duras penas la escalerilla. Allí le aguarda su entrenador, con quien se enlaza en un emocionado abrazo para festejar tan extraordinario logro atlético. ¡Ha sobrevivido!
España ha cambiado mucho. Que el número de nadadores españoles fallecidos por inmersión en las competiciones internacionales se haya reducido drásticamente no es sino un signo más de los muchos que revelan la llegada de los nuevos tiempos. Hoy, por ejemplo, nadie envía telegramas. Hubo una época, sin embargo, en la que la recepción de un telegrama era augurio de noticias funestas. Si recibías un telegrama, ya podías dar por enterrada a alguna de tus tías más provectas. La misma alarma cundía entre la confiada población cuando Televisión Española interrumpía inesperadamente la programación para dar paso a un avance informativo. Los avances informativos eran también heraldos de aterradores anuncios: o se había muerto Rodríguez de la Fuente, o habían legalizado a los comunistas, o un guardia civil de refinados modales había entrado en el Congreso. Uno no ganaba para sustos.
España, como vengo defendiendo, ha experimentado una profunda transformación. Los españoles de hoy día somos tipos vigorosos y sanos cuya estatura supera con creces la de los españoles que fuimos hace apenas 30 años. (A las pruebas me remito: hace tres décadas, yo mismo apenas medía un metro diez). Nuestro país es una potencia económica, somos receptores de flujos migratorios, nuestros bancos figuran en la élite de las entidades financieras internacionales, participamos en coaliciones bélicas con las que invadimos países donde nadie conoce a la Pantoja, deconstruimos huevos en lugar de freírlos como hacían nuestros padres, hacemos pilates en vez de niños…No hay quien nos reconozca.
No seríamos justos, sin embargo, si no advirtiéramos de que todos estos progresos no han menoscabado ese espíritu inaprensible que configura la esencia de lo español, ese sustrato fundamental e invariable que compartimos Don Pelayo, Fernando VII, el duque de Alba, usted y yo. Podremos ser más ricos, más altos, más cultos, pero ese qué sé yo que se adquiere por el mero hecho de haber sido alumbrado en el solar de la España doliente permanece incólume, inalterable, indestructible.
Un español bien nacido será franco en la barra del bar hasta el punto de dudar de la virilidad del convidado si éste se niega a beberse la decimosexta copa de rioja. Un español como Dios manda desdeñará los méritos del vecino y, para cimentar su descrédito social, le inventará una enfermedad mortal y lacerante o una infidelidad vergonzante. Un español de una pieza exhortará a sus compatriotas a un comportamiento moral y ejemplarizante mientras cobra comisiones ilegales a espaldas de su empresa. Un español, al cabo, recelará de todo aquel español que se duche dos veces diarias, escriba sin faltas de ortografía y no se conduzca con el servilismo que convencionalmente se supone al individuo que vive en sociedad.
Eso del genio español debe de ser esto.
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