En mi infancia, los autobuses exhibían letreros admonitorios con los que se conminaba a los viajeros a no escupir sobre la plataforma. Las autoridades sanitarias pretendían con estas alertas que España no esputara. Pero España esputaba, y de qué manera: sobre el pavimento de las avenidas, en el interior de los parterres con petunias, contra los pedestales de las estatuas que celebraban la memoria de hombres ilustres…La aspersión de saliva en la vía pública constituía una práctica ampliamente extendida que, a la postre, no hacía sino encarnar una manera de ser celtíbera e irreductible, una esencia nacional franca y campechana. Un español se alivia allí donde la necesidad le acucia, y no hay más que hablar.
Otros usos que ayudaban a reconocer a los hijos de la patria española eran, por este orden, el escamondo con palillo de los intersticios dentales, la prospección digital de las fosas nasales, con su correspondiente acarreo de material orgánico, y el juicio inapelable sobre el comportamiento ajeno formulado de pie junto a la barra de un bar. Un español de bien había de escupir, mondar, hurgar y cotillear sin tregua.
Pero como acaece un día u otro con toda tradición, la vistosa costumbre de escupir en calles, avenidas y establecimientos hosteleros fue perdiéndose como seña de identidad patria mientras que, paralelamente, fue ampliándose la instrucción pública, consolidándose las instituciones democráticas y fortaleciéndose el modelo económico. El atraso y aldeanismo propios de la España que esputaba habían sido superados.
Lo que ganamos de un lado, sin embargo, lo perdimos de otro. Los antiguos creían que el color de la bilis revelaba el temperamento y el carácter de su propietario. Los atrabiliarios eran, así, los peores por su condición de portadores de la bilis negra. Con los esputos venía a pasar poco más o menos lo mismo.
Un esputo níveo, sin espuma, deslizándose sin demora sobre el vitral de una tienda de ultramarinos, delataba a un hombre sin afecciones bronquiales, bien alimentado, dueño de una dentadura sin mellas y en impecable estado de salud. Nos hallábamos, pues, ante un individuo que disfrutaba de una acomodada posición, con recursos suficientes para sufragar los costes de las más exquisitas viandas y de una esmerada atención médica. Un señor decente.
Pero, ahora bien, si el lapo en cuestión presentaba un color oliváceo, una consistencia gelatinosa y una diversidad policroma de jugos y grumos, entonces, y en esto no había duda, su autor había de ser un tipo enfermo, pusilánime y, lo que más importaba, un muerto de hambre. Quien expulsaba pollos así tenía ganada la condenación eterna y era un candidato privilegiado para la excomunión.
El esputo español permitía la adscripción inequívoca de cada cual a su correspondiente rebaño social. El progreso nos ha privado de un instrumento político que hoy, ya perdido, se nos antoja de valor inestimable.
Aún hay, pese a todo, lugar para la esperanza. Los defensores del esputo hispano, que en España siempre los hubo, han comenzado a abandonar las catacumbas para exigir la recuperación de lo más característico del ser nacional, aquello que constituye la almendra misma de la españolía. Han emergido a la luz desde las tinieblas para incitarnos a escupir sobre el solar hispano, en cada esquina de la patria, sobre la tierra feraz de Iberia, sin dejar resquicio sin salivajo. Escupamos y escrutemos los esputos de cada cual y, de este modo, estaremos en condiciones de distinguir a los verdaderos patriotas de los falsos españoles.
La verdad acabará haciéndose evidente, nos dicen, aunque para ello debamos cubrir España de gargajos.
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