Tras un prolongado periodo de reformas, Benedicto XVI ha anunciado la reapertura del Infierno, sometido durante este ínterin a una severa rehabilitación, determinada por las exigencias de este tiempo nuevo que avanza a golpe de campaña publicitaria e insatisfacciones. Un local mucho mejor acondicionado, dónde va a parar, ni rastro de las viejas dependencias que describió el Dante, igualmente bochornosas en invierno y verano, con sus castigos incandescentes, sus perpetuos pesares, sus quejidos lastimeros. Ahora ya todo eso quedó atrás gracias a este novísimo concepto de Infierno, más espacioso y polivalente, capaz de hospedar a pecadores de toda ralea y condición. Junto a los asesinos, los impíos y los pervertidos, los idólatras, que rinden culto a la libre opinión; los blasfemos, que dedican dicterios pestilentes a la santísima libertad de mercado; los miserables, que no reparten dividendos; los inicuos, que perseveran en su insania de vivir conforme a sus apetencias. Todos tienen cabida en esta casa común que, como ya nos ha advertido Su Santidad, no está vacía sino repleta de vidas inconvenientes, o de lo que en su día fueron vidas inconvenientes, pues, como podrá alcanzar a comprender, quien aquí reside ya ha muerto, esto es, no respira, ni jadea, ni ventosea, cosa obvia si bien se piensa, puesto que los inquilinos de este vasto hogar de reposo ya no disponen de un cuerpo físico con el que satisfacer tales misiones fisiológicas. Son muertos, en el sentido más extremo del término, difuntos que hicieron burla de Dios con sus existencias execrables, vidas ponzoñosas, que todo hay que decirlo, empeñadas en desoír las sabias directrices de las jerarquías y despreciar las cuentas de resultados aprobadas por los consejos de administración. Mucha gente, tanta que, como nos refiere Benedicto, se hace imposible que el Infierno permanezca vacío, altísima ocupación que comporta una cierta idea de justicia y equilibrio pues, y esto es sólo especulación, si el Cielo ha de estar abarrotado por las buenas almas, no resulta proporcionado que el Infierno sea un páramo desértico, deshabitado, donde el llanto gemebundo no encuentre más respuesta que su propio eco, con un Mefistófeles que juguetea con su rabo como único divertimento.
Pues no, señores, el Infierno no está vacío, y si esto es una cosa buena, como nos parece que lo es, agradeceríamos, pese a todo, que se nos facilitara la identidad de sus inquilinos –filiación, ocupación y domicilio-, pues sabiendo de quiénes estamos hablando mejor podremos ceñirnos al camino recto y evitar aquellos pecados que el Supremo Hacedor castiga con el fuego que no cesa, la llama eterna, las ardentías perpetuas.
Si se me preguntase, y a pesar de mis muy cortos conocimientos teológicos y metafísicos, diría que durante una visita al Averno –un plan de vacaciones que hoy por hoy no ofrece agencia de viajes alguna- habríamos de destocarnos para saludar a golpe de sombrero a Idi Amín Dadá, Pol Pot, Augusto Pinochet, Adolf Hitler, Rasputín, Josif Stalin, el General Custer, Hernán Cortes, Sir Francis Drake, Vlad el empalador, Francisco Franco, el inquisidor Torquemada, Herodes el grande, Monsieur Guillotin y el jefe de programas de Telecinco. Parece claro que organizar holocaustos, manducarse al prójimo, rebanar pescuezos, promover genocidios, ensartar al vecino en un poste, alentar guerras fratricidas, degollar niños y dar el visto bueno al “Tomate” son demasías que no pasan desapercibidas a los ojos de Dios.
Pero, ¿qué ocurre con los miserables anónimos, con esos cuantiosísimos hijos de puta cotidianos cuya existencia no está documentada por los libros de historia y los noticiarios de la televisión? Yo no iré al Infierno porque soy bueno, decente y no tengo acceso a porno de pago, pero en el hipotético caso de que por algún malentendido burocrático en las esferas celestes el Divino Creador decrete mi condenación eterna, entonces estoy seguro de que, en mis paseos por las avenidas de ese abyecto submundo, me veré obligado a levantar el sombrero para dar los buenos días a buena parte de aquéllos a quienes hoy, con la energía que proporciona estar todavía con vida, saludo cortésmente cuando camino por la calle Ancha.
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