miércoles, 21 de mayo de 2008

Los tipos de la banderita

Un mitin político no parece ser algo muy distinto a un oficio religioso. Quizá, lo que emparente a ambas representaciones sea el poder del que se halla investido el oficiante, la ascendencia que el predicador ejerce sobre la masa de creyentes, con independencia de que éstos agiten banderitas con los colores del partido o hagan entrechocar las cuentas de sus rosarios. El señor Rodríguez Zapatero y el padre Apeles no son tan distintos.
El maestro de ceremonias, haya sido bendecido por las autoridades vaticanas o por la ejecutiva nacional, parte con la ventaja que le proporciona la certeza de saberse pollo entre carpantas. La veneración atonta y adormece el espíritu crítico, pero es, precisamente, la reverencia al líder la condición sine qua non para que un mitin sea un mitin y no una merienda de negros.
Allí podemos imaginar al señor Rajoy en plena perorata, encendido como una parturienta tras la decimocuarta contracción, enriqueciendo el discurso con todos los colores y matices que le ofrece la retórica, señalando con el dedo censor al vacío, subrayando todo ello con una voz que ora interpreta seductores vibratos, ora trémolos admonitorios. De súbito, con origen en el denso auditorio, vuela un tomate que, en certera trayectoria parabólica, impacta en el rostro del jefe de la oposición. La masa asistente al mitin, en un gesto que sólo cabe ser interpretado como de solidaridad con el lanzador de productos hortícolas, se yergue iracunda y unánime para mostrar su desacuerdo con el conferenciante y (al grito de “no es así, señor Rajoy, no es así”) lo toman en volandas, lo sacan del pabellón polideportivo y lo arrojan con ignominia y escarnio a un abrevadero.
No, desde luego, esto nunca sucederá en un mitin porque, si no crees en Dios ¿qué sentido tiene ir a misa?
Llega un momento en que los mítines, por muy de izquierda que se declaren sus organizadores, se hacen, al menos en aquello que resulta esencial, indistinguibles de los rituales religiosos. Los públicos de ambos acontecimientos caminan persuadidos de haberse alistado en las filas donde la Verdad halla su asiento. Consigo encontrarle el sentido a tales certezas cuando quienes las mantienen son personas que han depositado su fe en la llegada de un dios que les ha de salvar. Al fin y al cabo, un ser humano necesita un dios que le reconforte y le redima de esta vida absurda, breve, aparentemente sin objeto. Pero un militante asiduo a mítines, ¿qué clase de reino de los justos cree que le acogerá cuando su partido gane las elecciones? ¿Imaginará un paraíso de concejales y diputados, directores generales y delegados gubernamentales, asesores ministeriales y presidentes de consorcios, todos ellos militantes del partido, que retozan gozosos sobre los verdes prados donde la voz del líder resuena meliflua como un canto canoro y persuasivo? Mientras lo piensa, el habitual de los mítines agita su banderita detrás del candidato del partido mientras su cuñada, sentada ante el televisor, se ratifica en su juicio de que, de entre todos los pretendientes de su hermana, ése que sonríe bobaliconamente en la pantalla era, sin duda, el cretino.
Un mitin no deja de ser un drama en el que los miembros del coro, a cada requerimiento del actor principal, replican con un mantra admirativo y servil. Dicen que los mítines, en realidad, sirven como excusa para que los candidatos programen la inserción de sus mensajes electorales en los noticiarios televisivos. Da igual. Incluso por televisión, un mitin sigue pareciendo una cosa bastante idiota. Y, desde luego, mucho menos elegante que una buena misa.

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