miércoles, 21 de mayo de 2008

Lo esencial, lo accesorio

Una ráfaga de viento basta para hacernos reflexionar acerca de la diferencia que media entre lo esencial y lo accesorio.
Mientras con la mano derecha se aferraba a un viejo árbol, con la otra sostenía la de la suegra impedida, quien, a causa de un mal paso, oscilaba inquietantemente sobre el abismo que a sus pies abría el precipicio. La vida de la provecta anciana dependía de la garra varonil del yerno. Pero fue entonces cuando se levantó la inoportuna ventolera, el inesperado vendaval, ante cuya amenaza nuestro hombre decidió privar a su madre política de la seguridad que hasta entonces le habían brindado sus cinco musculados dedos, los cuales dedicó, ahora, a sujetarse el sombrero para defenderlo de la corriente. “Sí, no te lo discuto, es tu madre; pero es que el sombrero es de pelo de camello”, replicó airado a los reproches de la esposa mientras la octogenaria señora, ajena a la discusión, emitía un alarido animal cuyos agudos se tornaban tanto más irritantes cuanto menor iba siendo la distancia que separaba el cuerpo del fondo del barranco.
La transcripción aquí de esta verídica historia, de la que en este contexto se aprovechará su valor simbólico, persigue un propósito instructivo y moral. La parábola del señor que despeñó a su suegra por conservar su sombrero es la especia que ha de excitar nuestra curiosidad por conocer si hemos aprendido a distinguir entre lo necesario y lo prescindible.
Porque, llegados hasta aquí, ya va siendo hora de preguntarse, ¿qué es lo necesario? ¿El ejemplar del ABC o el DVD de la Antología Completa de la Zarzuela que se distribuye conjunta y gratuitamente con el periódico? ¿Las garantías que ofrece la cuenta de depósito del Santander o el juego de cuchillos jamoneros con el que la entidad bancaria obsequia a todos sus nuevos clientes? ¿La suegra incapacitada o el sombrero de pelo de camello?
Hubo un tiempo en el que la vida era simple. Uno tenía un perro, una esposa, un piso céntrico, un empleo en la administración, una gastritis ulcerosa y dos mil pesetas en acciones de la Telefónica, y estaba persuadido de que éstas eran, realmente, las cosas que importaban. Esto en lo que concierne a la posesión de bienes materiales. Pero también uno se sabía hombre social y político, por lo que poseía una visión particular del mundo y de cómo éste debería ser ordenado. En función de estas ideas propias, el individuo votaba a quien mejor representaba su concepción de la organización de los intereses públicos, a aquéllos que pensaban igual que él. Precisamente, lo que ha cambiado es esto.
Más allá de las alharacas y el estrépito de los debates públicos, uno no acierta a precisar cuál es la ideología que ha de atribuirse a cada una de las formaciones políticas que concurren a las elecciones, cuáles son los principios que animan su propuesta, dónde se halla el cimiento que debe sostener tan complejo edificio. Lo esencial no se ve.
Los partidos políticos, orillada la ideología como cosa antigua, cifran su personalidad, lo que les distingue del otro, en gestos, puestas en escena y mensajes de extrema simplicidad que son al interés común lo que la Antología de la Zarzuela al ABC. Uno busca un candidato con convicciones firmes, avalado por una organización que aliente un modelo de sociedad en el que podamos reconocernos y acaba llevándose a casa 400 euros anuales o una subida de las pensiones de jubilación y viudedad. Uno espera un héroe que salve a la viejecita de morir despachurrada al pie del desfiladero y, al final, lo único que consigue es un sombrero de pelo de camello.

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