miércoles, 21 de mayo de 2008

La vida es de pladur

Mi cuñada descubrió horrorizada que el tabique medianero de su vivienda era de pladur. El hallazgo resultó, por lo demás, traumático. Un estruendo ensordecedor se apoderó del hogar, las paredes vibraron y, justo a la altura del tapiz de los ciervos que triscan indolentes y confiados en el valle, apareció la cabeza del vecino, semejante ahora, allí suspendida en el tabique, a la testa de los jabalís que tan exquisitamente adornan las ventas que jalonan las carreteras del suelo hispano.
No sé si mi cuñada superará este golpe. La veo desparramada sobre la cama de mi alcoba de matrimonio mientras mi esposa la rocía con agua del Carmen con la pericia que supongo emplearía el arzobispo de Toledo para bendecir con un hisopo a un cetáceo varado junto a la orilla. Mi cuñada no podrá reponerse. Lo de la pared sólo fue el principio.
Tras el incidente del tabique, mi hermana política se tornó recelosa y susceptible. Y esta recién adquirida actitud fue la que le condujo al segundo y más atroz descubrimiento. Fue el caso que una tarde, sentada frente al televisor junto a su esposo, la pantalla del receptor mostró la imagen familiar de la Torre Eiffel, metálica, solemne, puntiaguda. Advirtió, temerosa, cómo el padre de sus hijos entornaba los ojos, cómo su rostro adoptaba un aire didáctico, cómo asentía con la cabeza antes de pronunciar en voz alta: “París”. Ella lo contempló estupefacta y mentalmente hurgó en su pasado pensando dónde se había equivocado, cómo, contra los sabios consejos maternos, había llegado a contraer matrimonio con aquel cenutrio que, seguramente, ahora estaría convencido de haber rescatado a su amadísima cónyuge de un mar de incertidumbres, de haberle proporcionado la certeza de que la televisión hablaba de Francia y no del Sultanato de Brunei o de la República Árabe del Yemen. “París, Francia”, insistió el hombre para disipar definitivamente cualquier asomo de duda.
Mi cuñada, empujada por esa actitud recelosa a la que ya más arriba me he referido, escrutó a su compañero para, a continuación, extender el brazo y, con el puño cerrado, golpear delicadamente el cráneo del esposo hasta en tres ocasiones. Tal y como temía, sonaba a hueco. El espanto le recorrió la cerviz como un chorro de aire helado. Fue entonces cuando lo supo: ¡Mi marido también es de pladur!
Enloqueció, la pobre enloqueció. Póngase en su lugar. Todo aquello que ella creía cierto, inconmovible, sólido, imperturbable, seguro –las paredes del comedor, su propio cónyuge- resultó vano, fingido, débil, deleznable, mendaz. Tal convicción, adquirida a golpe de desengaño, le hizo más llevaderas las nuevas sorpresas que la vida habría aún de depararle. Concluyamos, por extenso, con una relación de las certezas que, antes de su definitiva claudicación sobre mi cama de matrimonio, le fue dado adquirir a mi cuñada. El fondo de pensiones que con tanto esfuerzo alimentaba mediante cuotas mensuales era de pladur, como de pladur era el interventor de la sucursal bancaria que le persuadió para confiar a la entidad financiera la seguridad de su vejez. El empleo al que su esposo se entregó con abnegación durante veinte años antes de su despido era de pladur y de pladur también el cheque de la indemnización correspondiente. Pladur era la materia con la que habían confeccionado la democracia en su país que, al igual que ocurría con su santo esposo, sonaba hueca apenas se golpeaba reciamente sobre ella. De pladur, los langostinos de la cena de Nochebuena; pladur, en las columnas de opinión de los periódicos y en las tertulias radiofónicas; un Dios de pladur que proporciona un consuelo de pladur; única y exclusivamente pladur para los principios conforme a los que se conducían los más reconocidos prohombres; sexo de pladur y gastronomía de pladur; grandes almacenes de pladur con sus ilusiones a la venta, tan delicadamente confeccionadas en pladur; pladur que imita al ladrillo, más fácil de colocar, más barato, más liviano…Una vida de pladur.
No sé si quejarme al constructor.

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