El hombre común es una criatura irritable: si el mundo le contradice, monta en cólera y es capaz de cualquier desatino. El murmullo melifluo de una voz que le musita al oído las palabras que desea escuchar constituye la más placentera de las experiencias; andar en posesión de la verdad, el más poderoso afrodisíaco.
Y ya que hemos mentado a Afrodita, y en aprovechamiento de la vasta erudición que ambos compartimos, mi querido e ilustrado lector, traeré a colación el juicio de Paris. Así, a grandes rasgos, la cosa fue que el divino Zeus, aburrido como sólo puede estarlo un ser eterno, no tuvo mejor idea que encomendar al bueno de Paris la ingrata tarea de escoger entre las diosas Afrodita, Atenea y Hera a la que había de ser la merecedora del título a la más bella. Paris, asumida a su pesar la embarazosa condición de presidente del jurado de tan singular concurso de belleza, calibró, cual versión troyana de Luis María Anson, la turgencia de los pechos, la rotundidad de los muslos, la firmeza de los glúteos. Cuando anunció el veredicto que daba por vencedora a Afrodita, las perdedoras, presas de un berrinche divino, juraron venganza. Lo cual confirma que, ya en tiempos remotísimos, llevarle la contraria a un semejante podía acarrear consecuencias deplorables.
Tras haber colocado la cita culta con admirable pericia, procedamos ahora a constatar que este episodio mitológico nos enseña lo que podría explicarnos cualquier tendero: el cliente siempre tiene la razón. Y es que si en el siglo de Paris las cosas hubiesen estado tan bien urdidas como lo están hoy día en España, cada una de las diosas habría vuelto a casa reconfortada por saberse la más bella del Olimpo y ruborizada por el contenido elogioso de un editorial publicado en un diario de tirada nacional. “Afrodita vence a unas operadas Hera y Atenea”, abre portada El País; “Los admiradores de Afrodita se reducen en un 7,7 por ciento tras el concurso”, revela El Mundo; “Atenea supera a Afrodita en hermosura y feminidad, y demuestra su virtuosismo en el manejo de la técnica del bordado con punto de cruz, cadeneta y festón”, concluye La Razón. El reciente debate televisivo entre Zapatero y Rajoy nos servirá para explicar cumplidamente todo esto.
Aquellos años azarosos, en los que el destino de los mortales estaba sujeto a la voluble determinación de los dioses, no conocieron institución parecida a la de los medios de comunicación. Fieles a la ola de hedonismo que nos invade, periódicos y radios han hecho de nuestra felicidad su único fin y propósito. Que nos obstinamos en mantener esa costumbre nuestra tan feísima de enojarnos en cuanto se nos contradice, pues para eso están los editores de prensa y los propietarios de las emisoras de radio, empeñados en su misionera labor de dejarnos leer y escuchar lo que queremos leer y escuchar. Imagine por un momento que es usted un firme partidario del ciudadano Zapatero, de quien celebra su apostura, talante y arcos supraciliares. Para usted siempre habrá un periódico que titule: “Zapatero pone en evidencia la falta de proyecto político del PP”. Si, por el contrario, es usted un admirador ferviente de Rajoy, a quien tiene por juicioso hombre de orden y honrado padre de familia, dé por seguro que no faltará diario en el que pueda leer: “La talla política de Mariano Rajoy se acrecienta tras el debate”.
Desde luego, no hay nada más democrático que garantizarnos a todos y cada uno de los ciudadanos nuestro derecho a creer que el perfil del mundo y su modo de girar son tal cual nos gustaría que fuesen. Esta manera de proceder inaugura una nueva ética para la cual no existe nada particularmente bueno ni esencialmente malo. Todo dependerá del periódico al que uno esté suscrito.
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