miércoles, 21 de mayo de 2008

El matrimonio ha de ser indisoluble

Soy un ferviente defensor de la indisolubilidad del matrimonio de quienes creen que el matrimonio ha de ser indisoluble. Tampoco se me hace raro que exista quien se muestre reacio a contraer nupcias con personas de su mismo sexo en la convicción de que lo cóncavo reclama lo convexo. La práctica de las relaciones sexuales con fines exclusivamente reproductivos se me antoja una disciplina extraordinariamente saludable para quienes, en plena posesión de sus facultades mentales y en la legítima profesión de su fe, orientan toda coyunda a la gestación de una prole ingente y rolliza.
Del mismo modo, en un ejercicio de coherencia, brindo mi más entusiasta apoyo a quien encuentra placer en calzarse uno de esos ceñidos calzoncillos de licra que disciplinan las gónadas, aun a riesgo de que tan desmesurada presión degenere en un episodio de estrangulamiento escrotal. También disfrutarán de mis simpatías y afectos quienes se declaren aficionados insobornables a la proverbial práctica del escardado de cebollinos o, más allá, todos los que juzgan que no existe cosa más fina y de tono que embutir la televisión en una funda de ganchillo.
En resumen, y para no resultar prolijo, soy partidario de que cada uno conduzca su vida tal y como estime más conveniente. En lo que a usted respecta, tanto me da que consagre su existencia al fornicio que multiplica la especie o que se apriete los bajos con unos gayumbos tres tallas inferiores a la suya. La gracia reside en que usted no pretenda que yo también comparta su entusiasmo repoblador o que comprometa mi virilidad con piezas de ropa interior destinadas a comprimir aquello a lo que mayor afecto dispenso. Me parece que el razonamiento no puede ser más cristalino.
La iglesia católica, sin embargo, no parece entender la simpleza del principio que consagra el derecho de todo quisque a desenvolverse en la vida tal y como crea oportuno sin ocasionar daño al prójimo. La existencia es demasiado corta como para dilapidarla en ordenar la de los demás.
La Conferencia Episcopal Española concibe la sociedad como un gran dramón folletinesco por el que pululan malvados embozados que mancillan a inocentes damiselas, jóvenes celosas de su honra que se desmayan tras cada suspiro, mártires cocinados a la brasa por huestes satánicas… El mal en su tinta, Mefistófeles vestido de homosexual que tienta con los deleites de la carne a los santos varones, Belcebú en proceso de divorcio y con un libro de Darwin debajo del brazo.
Si uno ha de dar crédito a los obispos, las autoridades civiles, como en tiempos de Roma, azuzan a los leones del Circo Ruso para que degusten las febles e injuriadas carnes de católico español, precisamente ahora que los animalitos se habían hecho el paladar a las magras y tocinetas de Ángel Cristo, en tantas ocasiones mordisqueadas.
Quienquiera que se detenga a oír los argumentos de roucos y cañizares puede llegar a creer que en España la policía corre a gorrazos a los feligreses de misa de doce o que el matrimonio entre personas del mismo sexo es obligatorio (“El Ministerio del Interior le informa de que, en el sorteo anual de cónyuges homosexuales, le ha correspondido un perito mercantil natural de Murcia. Enhorabuena, pocholín. Firmado, el teniente coronel de la Comandancia de la Guardia Civil”). Todo esto es muy raro.
Los obispos deberían sosegarse, suspender sus entusiasmos inquisitoriales y pensar que, quizá, en ese ideal católico fundamentalista por cuya defensa han entablado cruzada no se vean reflejados ni los propios católicos españoles, quienes, seguramente, demuestran más sentido común que estos senectos padres de la iglesia cuyas casullas apestan a naftalina.
Y si les parece que en mis ojos anida la lascivia y el pecado, no me miren. Yo no pienso obligarles a hacer nada que no deseen hacer.

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