No era yo, no era yo. No ceso de gritarlo desde hace una semana. Pero todos sostienen que se trataba de mí.
Incluso mis mejores amigos se han alineado con aquéllos que dicen no albergar dudas acerca de la identidad del tipo que en el disco-pub danzaba febril como una ménade con los picos de la camisa anudados sobre el abdomen.
Todos los testimonios me señalan, bien lo sé. Pero no era yo. A esas horas de la madrugada en las que dicen fui visto sudoroso y jadeante en el centro de la pista -como un Nijinsky redivivo aunque un tanto más hortera- a esa hora, digo, me hallaba sumido en la gratificante lectura de un denso pasaje extraído de la obra “El mundo como voluntad y representación”, de Arthur Schopenhauer. Y si yo estaba leyendo a Schopenhauer, resulta obvio que el sujeto que en ese mismo momento se contorsionaba convulso en un establecimiento hostelero de la localidad, inspirado por una tajada de proporciones colosales, no era yo.
Entre usted y yo, esto tiene todas las trazas de una conspiración. Soy de natural franco y confiado, por lo que, en un principio, quise pensar que se trataba de un error. Supuse que algunos creyeron haber visto en los groseros movimientos de aquel gañán que danzaba algo de mi natural elegancia y grácil gestualidad, y de ahí la confusión. Pero eran demasiados los testigos de cargo para tratarse de una simple confusión.
Mis temores aumentaron cuando entreví la posibilidad de que uno de mis terrores infantiles pudiera haber comenzado a materializarse ahora en esta mi edad adulta. Alentado, probablemente, por las películas de la televisión, de niño viví persuadido de que el planeta era víctima de una invasión extraterrestre, taimada y silenciosa, planeada por una inteligencia superior y atroz dedicada a reemplazar a los terrícolas por dobles alienígenas de asombroso parecido físico con el suplantado. Llegué a pensar que aquel tipo del pub había de ser una réplica de mí, un ente cuya apariencia resultaba indistinguible de la mía propia. Aquella visión del alienígena más atractivo del local que baila a los sones de Paulina Rubio hizo que me invadiera el pánico.
Ni que decir tiene que pronto desterré, por pueriles, tan absurdas ideas. Fueron la maledicencia, la malquerencia, la envidia las que inventaron la patraña del hombre que baila soez y vulgar en el centro de la pista. ¿Con qué propósito? Con uno solo: desacreditarme, desposeerme de la autoridad moral que me ha sido otorgada por mis lectores, socavar mi sólida reputación.
En casos como el presente, no puedo dejar de evocar a todos aquéllos que han sufrido en sus carnes indignas campañas urdidas con sórdidas intenciones, aquéllos que se han visto obligados a reivindicar su buen nombre, aquéllos sobre los que la vesania, la infamia y la perfidia han dejado caer la mancha de la sospecha. Y pienso en el portavoz del Gobierno que algunos aseguraron haber visto años atrás, ataviado con austero lodden negro y firme como un cabo de Regulares, ante el féretro del Generalísimo expuesto al homenaje público. Recuerdo al líder del partido de izquierdas al que las lenguas réprobas reprochan haberse adornado en otra época con un llavero en el que, sobre los colores de la enseña nacional, se cernía el aguilucho franquista, tan solemne que parecía iba a echar a volar de un momento a otro. Traigo a la memoria al celebérrimo periodista radiofónico a quien los más voraces enemigos que hombre alguno pueda llegar a tener atribuyen un pasado bolchevique y revolucionario, a él, martillo de rojos, vanguardia de la cruzada, defensor de las esencias patrias, salvaguarda de la fe…
Les exhorto, queridos lectores, a no dar crédito a esta gentuza abyecta, a esta reata de miserables que, con tal de hundir una reputación y ensuciar un buen nombre, no sabe qué inventar. Pero, por encima de todo, recuerden que yo estaba leyendo a Schopenhauer.
No hay comentarios:
Publicar un comentario