miércoles, 21 de mayo de 2008

El cuartito de hora

El difunto Artemio Cifuentes era lo que propiamente se conoce como un hombre adelantado a su tiempo. Cifuentes pertenecía a esa estirpe de gentes providenciales cuyas aptitudes y talentos descuellan por encima de los de sus contemporáneos, a ese capítulo de elegidos que anticipan ideas cuya autoría sólo cabría atribuir a las venideras generaciones, que conciben ingenios tecnológicos que deberían quedar reservados para la inteligencia de los hombres del futuro…Al cabo, Artemio Cifuentes había nacido fuera de su tiempo.
Como venimos diciendo, y no nos cansaremos de insistir en ello, Artemio Cifuentes era un hombre adelantado a su tiempo. No podemos decir que fuese, desde luego, comparable a un Leonardo, eso no. No pretendemos ofrecer una imagen distorsionada del difunto Don Artemio ni quisiéramos adornarle con galas que no le pertenecen. La diferencia fundamental entre un Da Vinci y un Don Artemio reside en que mientras que el arte y la inventiva del primero se anticiparon en siglos al porvenir, el segundo se adelantó apenas quince minutos a sus contemporáneos. Un cuarto de hora, sí, pero eso no resta ni un ápice de valor a su condición de visionario.
Dicen que la precocidad de Don Artemio fue la obra involuntaria del médico ginecólogo que atendió en el parto a la progenitora de nuestro hombre. Las malas lenguas revelan que el galeno, inexperto y temeroso, no supo extraer a la criatura por el conducto que la naturaleza ordena y, maliciándose una tragedia de la que, sin duda, le convertirían en máximo responsable, decidió sajar el vientre de la madre para arrancar a la vida aquel cuerpecito viscoso y traslúcido. Así las cosas, Don Artemio vio su primera luz unos quince minutos antes de lo que le habría correspondido de haber nacido derechamente. Y, efectivamente, ese fue el cuartito de hora que se adelantó a su tiempo.
Conocedor de su fama, Don Artemio hacía gala a la menor ocasión de su condición de visionario. Hermano de la Cofradía de la Virgen de la Iluminación Inmaculada, cada Jueves Santo se ataviaba con la túnica morada, se tocaba con el capirote y se ajustaba la cintura con el cíngulo para subrayar sus admirables curvas. Y acto seguido echaba a correr delante de la comitiva de penitentes, presbíteros y damas de promesa con la intención, ya conocida por todos sus convecinos, de llegar a la próxima estación de penitencia justo quince minutos antes que el resto. La junta de hermandad conocía las rarezas de Don Artemio y le dejaba ir. A la postre, siempre le acababan cogiendo.
El difunto Cifuentes pensó que la suya era una habilidad que resultaba preciso invertir en alguna actividad que se encontrase a la altura de sus talentos. Y resolvió meterse en política con tal éxito que, apenas seis meses después de afiliarse al partido, ya ocupaba un escaño de concejal. Existía algún que otro problema que solventar, tal y como advirtió la dirección de la organización bajo cuya disciplina Don Artemio se encontraba. Pues era el caso que, si bien nuestro hombre era el primero de los concejales en ocupar su escaño durante los plenos también, y en concordancia con su condición de hombre adelantado a su tiempo, era el primero en irse. Justo quince minutos antes de que terminase la sesión plenaria.
Pero comoquiera que la política es un arte inescrutable, esta costumbre suya de marcharse a destiempo fue tomada como un gesto de dignidad, la expresión de un principio moral irrenunciable, la protesta de un hombre íntegro e insobornable. “Es un hombre de una pieza”, susurraban incluso los concejales de la oposición cada vez que Don Artemio se levantaba, inclinaba la cabeza ante el señor alcalde y, con la prestancia de un héroe nacional camino de la horca, abandonaba el salón de plenos.
Ni que decir tiene que la noticia de la muerte de Don Artemio conmovió a toda la buena sociedad de su ciudad natal. Falleció el bueno de Cifuentes a una edad prematura para morirse. Al menos, ése fue el comentario general durante el velorio. “Se nos ha ido demasiado pronto”, consolaba un pedante a la esposa. “Demasiado pronto, sí. Con quince minutos de adelanto, exactamente”, respondía la viuda antes de prorrumpir en sollozos.

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