“Puedo aceptar que no nos votasen, pero lo que jamás perdonaré es que acabaran con las tortillas de paquete y arramblaran con todos los botellines de Cruzcampo”. Quien con tamaña franqueza se me confiaba era el responsable de campaña del partido X, atónito todavía por la desproporción que creía advertir entre las multitudes que acudieron a los actos electorales de su candidato y la magra cosecha de votos obtenida el pasado domingo. “¿A quién votó entonces toda esa gente que se atiborraba de croquetas congeladas?”.
No existe medianía mayor que un ser humano empeñado en interpretar las intenciones del prójimo, particularmente si ese ser humano pertenece a la ejecutiva de algún partido político. Un empeño de esta naturaleza está abocado al fracaso porque, confesémoslo o no, siempre confiamos en que el otro acabe haciendo lo que a nosotros más nos conviene. Esa confianza es, precisamente, la que establece el vínculo lógico entre la tortilla de paquete y la papeleta de voto. “¿Cómo han podido tener tan poca vergüenza”, no cesaba de quejarse el ofendido.
No pocas debacles electorales han acabado con los encendidos lamentos del candidato perdedor quien, en lo más íntimo, mantiene la certeza de que los ciudadanos no le merecen. “Yo, que me he dejado jirones de vida en esta lucha, etc, etc…” En todo caso, es un arranque de vanidad disculpable. Si se piensa pausadamente, resulta hasta natural que quien durante semanas se ve convertido en el vórtice de un ciclón que no se detiene, en el protagonista de una competición televisada, radiada e impresa en los papeles, acabe por extraviar la noción de la realidad. Imagínese influido por la seductora melodía de la sintonía de campaña, su rostro reproducido sobre todos los muros de la ciudad, los oídos abiertos a los halagos vocingleros de los aduladores (“cómo te quiere el pueblo, muchacho, cómo te quiere”)…¿Quién no dejaría henchir su ego ante tales estímulos? No, no puede reprochársele a un candidato derrotado que responsabilice de su desdicha al electorado. Al cabo, todos somos humanos.
Tales desahogos sentimentales no son patrimonio exclusivo de los perdedores, sin embargo. Los vencedores sucumben también a arrebatos de similar naturaleza. Quien obtiene el puñado de votos en el que se cifra la victoria (aquél que traza la frontera entre el éxito y el fracaso) acaba encontrando en ello la ratificación de una idea que probablemente no ha dejado de rondarle desde que diera comienzo la campaña: Soy un hombre de indiscutibles méritos, por lo cual no es extraño que el pueblo acabe reconociendo mi valía. El cargo público electo es vitoreado, aplaudido, abrazado hasta lo indecoroso…
Vencedores y vencidos podrían detenerse a pensar en la abstención. Nadie lo hace. En términos políticos, la abstención es una abstracción, un par de párrafos que pueden leerse en los periódicos el día después, un tópico al que resulta obligado referirse cuando concluye el escrutinio. “Sí, reflexionaremos, sin duda, acerca de ello”. “Es responsabilidad de todos hallar una explicación a la desidia del electorado”. “A partir de ahora abriremos un periodo de autocrítica, todo sea por la democracia”.
Pero no nos engañemos. Lo fundamental no es que se vote más o menos. Lo realmente sustancial, lo esencial en democracia es que a cada croqueta corresponda un voto. Si no, no habremos hecho nada.
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