miércoles, 21 de mayo de 2008

Acerca de la muerte

Hay pocas cosas más solemnes que un cráneo humano coronado por un matojo de cabellos quebradizos. Una calavera abandonada junto a las tapias de un camposanto es un espejo en el que examinar la eficacia de una dieta a la que también nosotros nos someteremos algún día. Tomamos entre nuestras manos la cabeza desprovista de tejidos y tendones, y un impulso (procedente de alguna suerte de instinto que alimenta la solidaridad de especie) nos lleva a mirar con fijeza las cuencas vacías para acabar preguntando a quien no puede respondernos: “Y tú, ¿quién eras?”
Los especialistas podrán desvelar la altura y peso precisos del que fuera el propietario de esta cabeza hoy hueca, podrán datar su fallecimiento, podrán discernir si era un menesteroso o un hombre de posibles, podrán, incluso, revelar si el difunto se nos fue por la constancia de un virus letal o a causa de un estacazo en el occipucio. Todas estas precisiones (talla, peso, posición social, fecha y causa de la muerte…) servirán apenas para dibujar un hombre característico de su tiempo, un ser humano tipo cuya descripción será útil para instruirnos acerca de cómo fueron sus contemporáneos pero que poca luz arrojará sobre el individuo, concreto y único, que en vida portó sobre sus hombros ese cráneo descarnado ante cuya visión sentimos el vértigo del tiempo que transcurre.
Resulta natural preguntarse quién sería ése cuya cabeza sostenemos en nuestras manos. No deja de ser un ejercicio estimulante. Pero cambiemos el punto de vista y reflexionemos acerca de lo que sucedería si el cráneo que amarillea fuese el nuestro y la mano que lo sostiene, la de un prójimo al que asiste todavía la fortuna de permanecer con vida.
La escena, con obvias evocaciones shakespearianas, nos presentaría frente a frente con un desconocido a quien, dado nuestro comprensible desmejoramiento, envidiaríamos sus globos oculares intactos y su encía sonrosada. “¿Quién eras?”, inquiriría retóricamente nuestro descubridor, persuadido de que no habría de obtener de nosotros respuesta alguna.
“Nací en el seno de una familia de clase media que me proporcionó los recursos indispensables para financiar mis estudios en un centro religioso de enseñanza media. Crecí, no mucho más allá de la talla media que llegaron a alcanzar los de mi generación, y fundé una familia. Me establecí en una ciudad mediana donde mis medianos talentos fueron reconocidos por los propietarios de una fábrica, quienes me proporcionaron un contrato que me procuró unos ingresos medianos, aunque suficientes para subvenir a mis necesidades. Fui socio del club de fútbol de la localidad (un equipo sin aspiraciones, siempre instalado en la zona media de la clasificación), hermano de una cofradía de penitencia y concejal de alcantarillado. Morí reconciliado con Dios aunque embargado por impago del impuesto de bienes inmuebles”. Esto es lo que querríamos haber respondido pero, resulta innecesario subrayarlo, un cráneo descerebrado al que la corrupción ha hurtado lengua, laringe y velo del paladar difícilmente se encuentra en disposición de articular palabra.
Pese al obligado silencio, nuestro interlocutor aún nos mantendría la mirada durante algún tiempo hasta que, harto de hacer el indio, arrojaría nuestra monda cabeza al interior de una zanja cercana.
La muerte no respeta ni a los concejales de alcantarillado.

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