miércoles, 21 de mayo de 2008

La ilusa vida del pollo

No ha de extrañar que los pollos de la granja avícola Hermanos Peláez se hayan visto seducidos por el atractivo del mostrador que preside la pollería Viuda de Silvestre Tomatero, ubicada en pleno centro del mercado de abastos. Durante años, la rutina en la gallinópolis de los Peláez condenó a generaciones de pollos a la alienación y el aburrimiento. Los potentes focos que iluminaban el recinto, encendidos día y noche para la confusión de la población aviar, invitaban a los animales a comer compulsivamente. Era digno de ver el espectáculo que ofrecían miles de pollos confabulados en una coreografía de cuellos que ascendían y descendían mientras una sinfonía de cloqueos y golpes de pico señalaba el ritmo de los danzantes.
Los abuelos y los padres de estos pollos no concibieron más vida que la del hacinamiento, el hartazgo de grano y el penetrante hedor a mierda de ave. Los hijos del señor Peláez, contrariando de este modo las técnicas tradicionales con las que su padre había conducido el negocio, implantaron nuevos métodos, diseñaron modernas estrategias de producción, sustituyeron viejos e ineficaces hábitos. Y con todo ello procuraron la felicidad de aquellos desgraciados abocados al destino fatal de la pepitoria.
Aplicando las más modernas teorías behavioristas urdidas para la descripción de la conducta social del pollo común, los Peláez instalaron en cada una de las esquinas de las gallinópolis una pantalla de plasma con un número de pulgadas desusado que ofrecía ininterrumpidamente la programación de las cadenas generalistas de televisión. En un principio, la novedad no turbó a los pollos que, como hasta entonces habían hecho sus padres y los padres de sus padres, continuaron picoteando el suelo a la búsqueda de grano. Bastaron unos pocos días, sin embargo, para que comenzara a advertirse un cambio en el comportamiento de las aves. Los animales empezaron a abandonar la rutina de la deglución incontinente de grano y comenzaron a formar grupos delante de las pantallas.
Había transcurrido apenas una semana desde que instalaron los receptores de televisión cuando los pollos descubrieron el mostrador de la viuda de Silvestre Tomatero. La que fuera esposa del pollero era entrevistada en el programa de Ana Rosa Quintana, vestida con su bata de un blanco impoluto sólo maculado por una pequeña piltrafa de carne adherida a la solapa. Mientras la viuda hablaba, los pollos observaban extasiados el mostrador donde eran exhibidos media docena de sus congéneres, limpios como ninguna de las aves de la gallinópolis lo había estado jamás, coquetamente dispuestos en una sucesión armónica y premeditada, ornados con unas cintas púrpuras que festoneaban las patas amarillas. Y todos adquirieron la certeza de que en el mostrador de esa pollería residía la felicidad.
La pollería que fue de don Silvestre Tomatero era para estas aves aisladas e inexpertas una metáfora que cada individuo adaptaba a sus aspiraciones vitales, a sus deseos más íntimos, a las expectativas que, éstas sí en todos los casos, habían sido alimentadas por la programación de televisión. Unos veían en el mostrador la encarnación de la pasarela de moda de Milán, con sus flashes, su glamour y esas colecciones tan ponibles, y se imaginaban desfilando por el mostrador de la pollería, ataviados con un modelo de Galliano vertiginosamente escotado y vitoreados por las amas de casa, los limpiabotas y los guardias de seguridad.
Otros, entusiastas consumidores de informativos, convirtieron el establecimiento de la viuda del pollero en su particular tribuna del Congreso de los Diputados, y se soñaron lanzando soflamas desde el mostrador, luciéndose ante los cargos directivos del partido, cacareando verdades ante un auditorio integrado por sus señorías y por la brótola que, recostada sobre el mostrador del puesto de enfrente, les observaba atentamente con sus ojos desmesurados. También hubo quien se soñó astronauta, escritor, cantante de éxito, periodista de renombre y Pulitzer, académico, científico ilustre, primer bailarín del Bolshoi, estrella de Hollywood, abogado reconocidísimo, futbolista multimillonario, concursante de reality show, presidente del Banco de Santander, príncipe heredero de Liechtenstein, militar heroico y gigoló en la Costa Azul.
Un par de electrodos sabiamente ubicados, una corriente demoledora y Benigno, el pollo más veterano de la gallinópolis, cacareó su último aliento. El alma se le escapó a Benigno por la pechuga de pollo aunque, habituado al vuelo corto en vida, supo manejarse con cierta destreza para situarse sobre la vertical de su propio cuerpo, exánime y ya depositado sobre el mostrador de la pollería. Mientras celebraba su suerte, la que había de entregarle a una eternidad repleta de dicha en el expositor del establecimiento más afamado del mercado, observó no sin espanto cómo la señora viuda tomaba entre sus manos el cuerpo que un día fue el suyo y le introducía un limón vía rectal. Y fue así como acabó de convencerse de que no era sensato fiarse de la televisión.

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