martes, 3 de agosto de 2010

La medida de su fortuna podía determinarse juzgando el montante de la factura que expidió a su viuda el médico que lo mató. Aquel hombre opulento, venerado en la bolsa e insustituible en los ágapes ofrecidos por la aristocracia en sus salones había muerto a manos de uno de los doctores de mayor renombre del país. Los elevados honorarios de aquella gloria nacional de la ciencia hipocrática despejaban cualquier duda acerca de la aptitud del galeno, cuya consulta frecuentaban marquesas, estrellas de la televisión y presidentes de entidades financieras.
Estaría de Dios, pues a nadie se le ocurre que una eminencia que cobra esa barbaridad de dinero por sus servicios pueda cometer un error fatal, un desliz de tamaña enjundia. Tal vez, si aquel hombre bueno y millonario se hubiese abandonado a los cuidados de la sanidad pública, cabría valorar la posibilidad de un comportamiento negligente, de una práctica inadecuada de la ciencia médica. Pero nada de eso puede sugerirse en el presente caso, pues hablamos, no sé si usted conoce, de un doctor que mantiene abierta consulta en La Moraleja y el Paseo del Prado, consejero de la Casa Real, presidente emérito de media docena de sociedades médicas de reputación internacional, y, por encima de todas las cosas, de un hombre de ciencia cuyos onerosos emolumentos no tienen parangón entre sus colegas.
El dinero goza de contrastados prestigios. Hay, incluso, quien estima que estando en posesión de una mediana fortuna las posibilidades de que una fuerza fatal le arrastre a uno a la humedad lóbrega de la fosa se antojan exiguas. Y si, como en el caso de nuestro millonario difunto, uno acaba finalmente sepultado bajo un manto de fragantes malvas, entonces es que nada pudo hacerse. Pero, salvo en estos casos extremos, un capital abundante permite exorcizar cualquier mal que aceche. Un magnate que fallece a una edad temprana constituye, más allá de una tragedia, un sinsentido, un absurdo, un acontecimiento que contraviene el orden de las cosas. Nadie puede aceptar sin conmoverse que el heredero de un patrimonio colosal, propietario de bancos, industrias y colecciones de arte, tenga el mismo final que una cajera de supermercado. Cada cual debería morirse con arreglo a su posición social.
Las economías de las naciones se rigen por idénticos principios. Un gran estado entra en crisis, los índices de desempleo se disparan, las entidades financieras corren todas a una a reclamar fondos públicos para mantener el negocio, el consumo se contrae, la deuda aumenta y, pese a todo ello, esta gran nación se sostiene sólida y firme, aun cuando pierda un tanto de crédito en los mercados internacionales o los menos favorecidos alboroten un rato las calles enojados con la sensación de haber sido los primeros en ser ofrecidos al sacrificio. Es el privilegio de los pudientes.
Decenas de estados pobres se desmoronan a diario sin tanta alharaca ni aspaviento. Los miserables poseen menos recursos que los plutócratas pero suelen hacer gala de una mayor dignidad cuando de lo que se trata es de morirse de hambre y asco. Los bancos europeos y americanos braman como posesos y apelan a la consolidación del mercado y la economía si algún gobierno sugiere que se acabaron las ayudas extraordinarias. La voz de millares de africanos muertos de hambre apenas si se convierte en un rumor que sólo de tarde en tarde se atiende.
Los ricos somos gente delicada.

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