jueves, 12 de agosto de 2010

La violencia inspirada por la costumbre es la peor que cabe ejercer sobre el sentido común. La opinión general, en particular aquélla que se funda en los hábitos de la comunidad, vencerá siempre a la razón, la prudencia y la sensatez. Fustigarse las espaldas con un cilicio hasta la tumefacción podrá parecer una abominación, pero si esta inclinación a arrancarse el pellejo a tiras por voluntad propia ha sido bendecida con el título de tradición, entonces no queda nada que objetar.
En no pocas ocasiones, la costumbre, los hábitos comúnmente aceptados, resultan ajenos a los criterios que la razón impone. Un islandés que en lo más crudo del invierno se solaza entre el hielo en un baño de agua gélida replicará, a quien lo tome por loco, que tales esparcimientos son una seña identificativa de su raza y, para mayor abundamiento, una práctica sanísima que estimula la circulación sanguínea y la producción de esperma. No existe razonamiento capaz de persuadirnos de abandonar nuestras costumbres más irracionales.
Entre las verdades que se erigen sobre los prejuicios de la costumbre descuella la predilección que el común de los pueblos habitantes de los territorios civilizados siente por el verano. El calendario señala la llegada del 21 de junio, y es entonces cuando hordas de extranjeros e indígenas recorren centenares de kilómetros para conquistar una parcela de playa sobre la que abandonarse a los efectos lacerantes de los rayos ultravioletas y a la presión que sobre las zonas más íntimas ejerce la gomilla del tanga. Ciertamente es una idea insensata, pero todo el mundo adora el verano.
Pese a tales creencias, arraigadas como hemos visto en la fuerza de la costumbre, resulta obvio que tras los meses estivales se embosca una infinidad de amenazas. Pero ni las evidencias científicas ni las llamadas a la reflexión menoscabarán un ápice el prestigio adquirido por la estación en la que se antoja más probable fallecer víctima de una descomposición intestinal.
El verano es fabuloso, piensan, y nada les hará cambiar de parecer. Ni la proliferación de las intoxicaciones alimentarias, ni la acción inmisericorde del sol y sus consecuentes estragos cutáneos, ni los calores nocturnos que invitan al insomnio, ni las picaduras voraces de los insectos espoleados por la canícula, ni el riesgo cierto de ser víctima de una insolación fatal, ni la probabilidad de perecer a causa de un ahogamiento por inmersión, ni la expectativa horrenda de sufrir el enfurecido ataque de una carabela portuguesa...
Por si todo esto fuera poco, el verano justifica la abstinencia intelectual. Como sus propietarios, las neuronas se marchan de vacaciones nada más instalarse el estío. Los periódicos y los informativos de radio y televisión dejan de lado los sesudos debates sobre política internacional para regalarse con refrescantes reportajes a propósito de la milenaria técnica de la sardina espetada, la conveniencia de embadurnar a niños y ancianos con protectores solares eficaces o los peligros que entraña entregarse a los servicios de las masajistas chinas en las playas de nuestro litoral.
Las lecturas adelgazan, y, como medida precautoria para evitar una congestión meníngea irreversible, sustituimos a los clásicos por los engendros novelados de Paulo Coelho, la última publicación de un escritor sueco de nombre impronunciable especializado en tramas policíacas y o las genuinas memorias de Carmen Martínez Bordiú.
La amenaza no ha sido advertida todavía sino por los caracteres más perspicaces. Pues llegará el día en el que, desde la atalaya privilegiada que ofrece el chiringuito, podremos contar por miles, emergiendo sobre la línea del horizonte, las naves a bordo de las cuales viajarán los bárbaros que arrasarán nuestra civilización, degollarán a nuestras familias y se apropiarán de nuestras piscinas y nuestras mascotas. Vendrán a invadirnos en agosto, pues se han dado cuenta de que es, precisamente, en verano cuando nos hallamos más indefensos.

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