LA TENTACIÓN VIVE ABAJOQuien crea que sólo del nicho hacia fuera residen el éxito profesional, el amor loco, la satisfacción de la carne, el orgullo del linaje, la felicidad desmedida, la tristeza inconsolable, la honradez insobornable, la castidad que purifica, la salacidad que condena, el triunfo de nuestros colores, las suegras, las visitas de cumplido a casa del cuñado, Halle Berry, la peste bubónica y los apartamentos en Oropesa se equivoca de medio a medio. Sostener que esta sarta de dichas e infortunios se detiene ante la frontera de la muerte es cosa de ateos y descreídos. Un japonés anónimo ha tenido la clarividencia de advertir esta verdad y, para reafirmar su convicción de que hay algo más allá, ha decidido comprarse la tumba vecina a la de Marilyn Monroe. En el caso que nos ocupa, puede decirse que la tentación vive abajo.
Lo que a ojos de gente iletrada puede reputarse de extravagancia es, para quien ha reunido los suficientes conocimientos acerca de la escatología y las religiones, un acto congruente con la naturaleza del hombre. El comportamiento de nuestro amigo nipón en nada difiere del de Tutankamón, quien, en un alarde de inteligencia, dejó a sus súbditos precisas instrucciones acerca de las vituallas y enseres que habían de depositarse en su tumba. El faraón preveía un viaje largo, por lo que no olvidó proveerse de un lujoso mobiliario, carros ligeros, suntuosas estatuas, vasijas de alabastro y, por si la gusa acuciase, de generosas raciones de carne de buey, cebada, almendras, dátiles y jarras de vino. El egipcio creía en una vida más allá de la presente y pensó que no era bueno enfrentarse a ella con una mano delante y otra detrás.
El japonés, como el faraón, también anda persuadido de que la muerte no es sino una suerte de excursión que resulta necesario amenizar con algún divertimento. Y, en eso habrá de concedérsele la razón, pasar toda una eternidad tumbado encima de la Monroe es, de entre todos los esparcimientos posibles, uno de los mejores.
Si, como convienen la mayoría de los credos religiosos, la muerte no es sino el inicio de un largo y placentero viaje al final del cual nos aguarda la felicidad suprema, habrá que considerar si no sería conveniente emular a este previsor hijo del País del Sol Naciente. Como nadie discute, uno de estos días una enfermedad cruel e incurable, o un competidor envidioso y ducho en el uso de venenos de fulminantes efectos, o un piano desprendido de un andamio, o la atragantá de un portero de discoteca nos facturarán para el otro barrio. Y si esto es así, y me temo que será así, ¿cómo no preguntarse por la condición social, estatus profesional, ingresos anuales, hipotecas en vigor, número de descendientes, filiación política, hobbies, educación y perímetro torácico de aquéllos a quienes la fortuna convertirá en nuestros compañeros de periplo? ¿Seremos capaces de esperar el momento funesto sin sentirnos soliviantados ante la posibilidad de que los nichos fronteros al nuestro sean ocupados por, pongamos algunos casos, un asesino de incautas ancianas, un descuartizador de rubicundas adolescentes, un estrangulador de lánguidas prostitutas o un pregonero de las fiestas locales? ¿De veras que no nos perturba la idea de caminar hacia la eternidad entre tan indeseable vecindad?
Hagamos como el japonés y, previsores, reservemos un nicho en la crujía donde descanse lo más granado del camposanto: arquitectos galardonados, financieros afamados, modelos de pecho abundoso, patricios distinguidos con el Especial de Pura Cepa… La reputación póstuma ha recibido el desdén de este mundo materialista abandonado al hedonismo. Ya nada importa la identidad, ni el currículo, ni la catadura moral de aquéllos que serán enterrados junto a nosotros. Lo mismo da una madre Teresa de Calculta que un Bernard Madoff. Dan ganas de no morirse.
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