
Basta con aguardar el tiempo requerido para asistir al prodigio de la transformación del idiota en genio. La que hoy es reputada por la unánime opinión como una naturaleza tosca dotada de un intelecto mediano puede revelarse mañana como un talento insólito, un entendimiento único entre los de su género. Sólo resulta necesario atesorar la paciencia exigida para ser testigo de tan raro fenómeno. Acomódese en su mullido sillón, destierre toda urgencia y su tenacidad será recompensada.
Galileo se obstinó en la peregrina idea de que la Tierra giraba en torno al Sol. Hay que ser muy cretino para propalar aquí y allá tal cosa, sobre todo si se tiene en cuenta que todo el mundo sabe, desde el Papa hasta el inquisidor más humilde, que en el éter, obra de Dios, todo da vueltas alrededor de nuestro planeta. Un memo y un hereje, eso era Galileo.
Pero pasó el tiempo, y, con él, los remilgos que el parecer común oponía a las teorías de Galileo. Los colegios públicos aceptaron el heliocentrismo en sus libros de texto, la televisión recreó la vida del científico hasta entonces denostado en inacabables seriales dramáticos, la misma Iglesia Católica, Apostólica y Romana cedió y acabó por aceptar que, al final, el tonto de la baba éste tenía razón. Y Galileo ascendió desde las brumas abisales de la cretinez a los altares de la genialidad. Como más arriba queda consignado, todo fue cuestión de tiempo.
¿Y qué decir del inglés aquél que sostenía ante quien quisiera oírle que todo quisque, usted y yo, la Reina de Inglaterra y el cobrador del gas, independientemente de su condición social y recursos económicos, tiene a un mono entre sus ancestros? ¿Habrase visto chaladura mayor? ¿Un mono, dice usted? ¿En mi familia? ¿Un antepasado chepudo, con el cuerpo lleno de vello y dedicado a espulgar a sus congéneres? ¿Un apestoso simio trepando por mi árbol genealógico, ciscándose en mi linaje, una dinastía de industriales del ramo textil, mi bisabuelo, fundador del Círculo Mercantil de Barcelona, mi abuelo, Medalla de Oro al Mérito en el Trabajo, mi padre, tesorero de Fórum Filatélico? El mono lo será usted, caballero. ¡Será mastuerzo!
Con los años, la paleontología, la genética, la anatomía comparada, la bioquímica y otra porción de ciencias acudieron en ayuda de Darwin y sus teorías. La evolución se asumió como una evidencia y todos, pese a la duda que aún se mantiene en algunas parroquias, aceptaron la genialidad del británico y la singularidad de su hallazgo. Darwin transitó, en apenas unas décadas, de majarón con prestigio de charlatán de feria a padre de la moderna ciencia natural. Era cuestión de tiempo.
Ante tales antecedentes, no queda sino aconsejar a nuestros conciudadanos que no emitan juicios precipitados acerca de lo que puedan decir sus vecinos. Una idiotez, una majadería, no es sino una idea genial sin madurar, la semilla de un descubrimiento que cambiará nuestra percepción del mundo, el óvulo donde habrá de germinar un coloso intelectual al que la posteridad venerará. Nadie nos garantiza que, tras su apariencia zangolotina y desmañada, tras sus torpes balbuceos, tras la necedad de sus palabras, el inquilino del 7ºB no esconda un pensamiento fértil y abundoso, una lucidez de entendimiento que sólo se pondrá de manifiesto transcurrida, pongamos por caso, una docena de siglos. El soplagaitas de hoy puede ser el rutilante filósofo del próximo milenio.
Así que si se le viene de pronto a las mientes una estupidez, sea cual sea su calibre, exprésela sin reservas. Piense que obtener el reconocimiento de las generaciones venideras como hombre irrepetible y providencial es un premio que bien merece pasar por un auténtico cenutrio a ojos de sus contemporáneos.
Galileo se obstinó en la peregrina idea de que la Tierra giraba en torno al Sol. Hay que ser muy cretino para propalar aquí y allá tal cosa, sobre todo si se tiene en cuenta que todo el mundo sabe, desde el Papa hasta el inquisidor más humilde, que en el éter, obra de Dios, todo da vueltas alrededor de nuestro planeta. Un memo y un hereje, eso era Galileo.
Pero pasó el tiempo, y, con él, los remilgos que el parecer común oponía a las teorías de Galileo. Los colegios públicos aceptaron el heliocentrismo en sus libros de texto, la televisión recreó la vida del científico hasta entonces denostado en inacabables seriales dramáticos, la misma Iglesia Católica, Apostólica y Romana cedió y acabó por aceptar que, al final, el tonto de la baba éste tenía razón. Y Galileo ascendió desde las brumas abisales de la cretinez a los altares de la genialidad. Como más arriba queda consignado, todo fue cuestión de tiempo.
¿Y qué decir del inglés aquél que sostenía ante quien quisiera oírle que todo quisque, usted y yo, la Reina de Inglaterra y el cobrador del gas, independientemente de su condición social y recursos económicos, tiene a un mono entre sus ancestros? ¿Habrase visto chaladura mayor? ¿Un mono, dice usted? ¿En mi familia? ¿Un antepasado chepudo, con el cuerpo lleno de vello y dedicado a espulgar a sus congéneres? ¿Un apestoso simio trepando por mi árbol genealógico, ciscándose en mi linaje, una dinastía de industriales del ramo textil, mi bisabuelo, fundador del Círculo Mercantil de Barcelona, mi abuelo, Medalla de Oro al Mérito en el Trabajo, mi padre, tesorero de Fórum Filatélico? El mono lo será usted, caballero. ¡Será mastuerzo!
Con los años, la paleontología, la genética, la anatomía comparada, la bioquímica y otra porción de ciencias acudieron en ayuda de Darwin y sus teorías. La evolución se asumió como una evidencia y todos, pese a la duda que aún se mantiene en algunas parroquias, aceptaron la genialidad del británico y la singularidad de su hallazgo. Darwin transitó, en apenas unas décadas, de majarón con prestigio de charlatán de feria a padre de la moderna ciencia natural. Era cuestión de tiempo.
Ante tales antecedentes, no queda sino aconsejar a nuestros conciudadanos que no emitan juicios precipitados acerca de lo que puedan decir sus vecinos. Una idiotez, una majadería, no es sino una idea genial sin madurar, la semilla de un descubrimiento que cambiará nuestra percepción del mundo, el óvulo donde habrá de germinar un coloso intelectual al que la posteridad venerará. Nadie nos garantiza que, tras su apariencia zangolotina y desmañada, tras sus torpes balbuceos, tras la necedad de sus palabras, el inquilino del 7ºB no esconda un pensamiento fértil y abundoso, una lucidez de entendimiento que sólo se pondrá de manifiesto transcurrida, pongamos por caso, una docena de siglos. El soplagaitas de hoy puede ser el rutilante filósofo del próximo milenio.
Así que si se le viene de pronto a las mientes una estupidez, sea cual sea su calibre, exprésela sin reservas. Piense que obtener el reconocimiento de las generaciones venideras como hombre irrepetible y providencial es un premio que bien merece pasar por un auténtico cenutrio a ojos de sus contemporáneos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario