lunes, 4 de mayo de 2009

EL DESTINO DE JOE ÁLVAREZ

Entretanto hallaba su verdadera vocación, Joe Álvarez se perdió en probaturas, tentó la suerte en múltiples ocupaciones, se enredó en oficios estrafalarios que no le reportaron satisfacción alguna. Hasta que un día tuvo una revelación: entregaría su vida a la práctica del boxeo profesional. Joe Álvarez era un pionero, y como tal se conjuró consigo mismo para dejar profunda huella en la historia del pugilismo mundial. No, él no sería un boxeador más. Él inauguraría una nueva era fundada en una técnica de combate hasta entonces inconcebible. Sería el nuevo marqués de Queensberry, el inventor y único apologista de una nueva manera de concebir la lucha, una modalidad inspirada en la meditación y la introspección, una innovadora concepción del pugilato que vino en bautizar “pugilismo estático”. Nacía un arte reservado a atletas excepcionales, espíritus superiores capaces de perseguir un fin moral aun con desprecio de sus propias vidas.
En su primer combate, Joe Sánchez cumplió con exquisita observancia todos los rituales del viril deporte de las doce cuerdas. Subió al ring, botó sobre la lona con pequeños y reiterados saltitos, saludó al respetable con las manos enguantadas sobre la cabeza, se despojó del batín, cruzó manos con el oponente en un gesto de nobleza. Cuando el gong anunció el comienzo del primer asalto, y para sorpresa general, Joe permaneció inmóvil, todos y cada uno de sus músculos sin actividad alguna, los párpados abiertos como los de un búho, la respiración contenida. La cabeza de un venado disecado sobre la barra de una venta de carretera habría resultado irritantemente dinámica en comparación con la obstinada quietud de Joe. “En esto consiste el pugilismo estático”, explicaba mientras tanto en el rincón su entrenador, Práxedes Dum Dum Cifuentes.
Bastó una, la primera, sonora y dolorosa, para que el boxeador inmóvil se derrumbara cuan largo era. El árbitro decretó knock out y se limpió las salpicaduras de sangre que motearon el cuello de su camisa impoluta. El público, entre estupefacto y divertido, fue retirándose hacia las salidas. Aquello constituyó el final del “pugilismo estático” y la renuncia a una prometedora carrera deportiva.
El equipo de neurocirujanos no ocultó su preocupación a la familia. “Los daños cerebrales han sido masivos”, informó. Coágulos, aneurismas, lesiones irreversibles en el cerebelo. Desahuciado para el boxeo, y tras una rehabilitación que se prolongó a lo largo de varios meses, Joe Sánchez resolvió reorientar su vocación hacia otras actividades cuyo ejercicio resultara compatible con sus ahora mermadas facultades. Y fue así como se metió a periodista. Especializado en análisis político y estrategias de partido.
Casos como el de Joe Sánchez, púgil frustrado y periodista conspicuo, son los utilizados por las enciclopedias, los catecismos y los manuales esotéricos para sostener que todo ser humano está marcado desde su nacimiento por su destino. Todo estaba escrito para Joe: la fecha de su alumbramiento, su éxito como analista de los acontecimientos de su época, la hostia que lo aleló en el cuadrilátero.
¿Podemos forjar nuestro futuro o nacemos predestinados? Einstein vino al mundo para formular la teoría de la relatividad. Ése era su destino, aseveran graves los fatalistas. Esto resulta ventajista. Yo creería en el destino si un 14 de marzo de 1879 alguien se hubiese dirigido a la señora Einstein, el rostro todavía congestionado por el esfuerzo y las contracciones, la placenta fresca y viscosa, y le hubiese espetado: “Querida amiga, esta criatura que acaba de parir está destinada a formular la teoría de la relatividad”. Eso sí que concedería una reputación sólida a la creencia en el destino.
Yo, sin ir más lejos, nací predestinado a escribir esto. Y ahora, que acabo de terminarlo, puedo decirlo sin género de duda.

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