AZNAR, PICHURRI Y LA CRISISHe sabido que Aznar ha escrito un libro en el que explica lo que ha de hacerse para salir de la crisis, y de inmediato me ha venido a la memoria la insólita peripecia vital de Pichurri, medio volante del Atlético Aviación, rutilante teórico del balompié y reserva sempiterno.
No fue tenido nunca Pichurri por fino estilista. Si alguna vez hubiesen reparado en él, los círculos entendidos no habrían sido capaces de encontrar para su juego más calificativo que el de calamitoso. Pichurri era, y doloroso resulta reconocerlo, un auténtico manta.
Todos y cada uno de sus preparadores admiraron en Pichurri su abnegación en los entrenamientos, su anhelo de mejora, su carácter inasequible al desaliento. Pero una cosa era festejar los atractivos morales de Pichurri y otra alinear a aquel dechado de ineptitudes. El fútbol era cruel con aquella desdichada criatura.
Pero Pichurri no se dejó amilanar por la contumacia de su infortunio y se juró que, pese a su desprecio, el fútbol tendría que retribuirle por todo aquello que le había negado. Y, fruto de largas noches de vigilia y detenidas reflexiones, nació el que, aun hoy, es considerado como texto de referencia para todos los cultivadores de los estudios balompédicos: “Aplicación de criterios de eficiencia y eficacia al lanzamiento de penaltis” (Espasa-Calpe, 1945).
El destino, indigno alcahuete, acaba un día u otro por enfrentarnos a nuestras propias miserias. Así sucedió a Pichurri, el futbolista inoperante, quien, quizá en premio a sus denodados empeños, fue finalmente convocado por su entrenador para el encuentro de la octava jornada del campeonato nacional que había de enfrentar al Atlético Aviación con la Cultural Leonesa.
Aquella soleada tarde de abril, Pichurri tomó asiento en el banquillo en la certeza de que su presencia sobre el césped no habría de ser requerida. Se arrellanó sobre la almohadilla y se dejó arrobar por una dulce y acogedora somnolencia. Y así gozaba, en este estado de inconsciencia, cuando, de improviso, notó cómo una mano vigorosa y velluda le zarandeaba mientras una voz, en la que reconoció la de su entrenador, le anunciaba: “Pichurri, al campo”.
Abrazado a Morfeo, Pichurri no había podido evaluar la gravedad de la situación: minuto 45 de la segunda parte; Avelino, Korzianowski y Julianín, expulsados; Pérez Fanjul, Lisardo, Pitu, Contreras y Pepelu, presas de dolorosos calambres; Joao Santos, atendido en la banda; Lazzarini, alcanzado en la cabeza por una botella de Licor 43 lanzada con alevosía desde la grada; Amorrortucoechea, el guardameta, víctima de un acceso de ansiedad. “Pichurri, el penalti lo tiras tú”, le ordenó su preparador.
Allí fue Pichurri, el balón entre las manos, el corazón desbocado, el público vociferante. Y fue al hollar con la bota el punto de cal para acomodar el cuero cuando advirtió que, si en su destino estaba alcanzarla, aquélla era la antesala de la gloria. Su existencia pasó ante sus ojos como una película en tintes sepias. Repasó las precisas instrucciones contenidas en su libro, imaginó el momento del impacto, el vuelo de la pelota, la inútil palomita del portero. Tomó carrerilla y, decidido como nunca lo estuvo en toda su existencia, concentró todas sus energías en su pie izquierdo y chutó como sólo puede hacerlo un hombre desesperado. Para su desazón, el patadón obvió el balón y fue a concentrarse en el césped, sobre el cual abrió una oquedad de unos diez centímetros. La pelota, apenas impulsada, trotó inocente hacia las manos del portero como un corderito recién alumbrado.
Pero como acaece que la vida está preñada de acontecimientos inesperados, quiso la fortuna que el guardameta, que ya había asegurado el balón entre sus guantes, tropezara de espaldas cuando buscaba el impulso necesario para enviar la pelota a su extremo izquierdo, de suerte que hombre y cuero fueron a rodar, juntos y hermanados, al interior de la portería. “Gol”, gritó la grada. “Gol”, concedió el colegiado.
Y, Pichurri, aupado a hombros por sus compañeros, no pudo por menos que hacerse una consideración final. “No hay nada mejor que disponer de un método para cada cosa”, se dijo, en un aforismo cuya enseñanza habría sido sin duda compartida por el mismo señor Aznar.
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