viernes, 30 de enero de 2009

NADIE ES TAN MALO
Las exigencias del libre mercado llevaron a Santiago Meza, El Pozolero, a constituirse en empresa especializada en la disolución de cadáveres mediante baños de sosa cáustica. La pulcritud de los servicios ofrecidos por El Pozolero admiró muy pronto a los capos del narcotráfico mejicano. En una industria como la del crimen, tan poco dada a la incorporación de procedimientos garantes de la calidad, el perfecto acabado de las manufacturas que ofertaba Meza le hizo acreedor de una bien ganada fama de hombre de mérito y valía. Los facinerosos tenían en gran estima su pericia artesanal. De ello dan testimonio los 300 cuerpos sin vida que el hampa le confió para erradicar todo rastro de sus ominosos crímenes. Baleados, estrangulados, acuchillados, gaseados, envenenados, apalizados o emasculados, todos quedaban reducidos a la misma viscosa pasta en manos de este Ferrá Adriá de la infamia.
Habrá quien denueste la abyección de la industria a la que El Pozolero sacrificó sus mejores años. Quien esto haga estará emitiendo un juicio apresurado. No podemos olvidar que la naturaleza humana es poliédrica. La de El Pozolero, en particular, también lo era. Cierto que jamás preguntó por el origen de los cuerpos que le eran entregados para su disolución en los caldos corrosivos que él mismo sazonaba. Pero si reconocemos esto, como lo hacemos, habremos también de aceptar, en defensa de su reputación y buen nombre, que nunca jamás de los jamases consintió El Pozolero en someter al ácido devastador las delicadas carnes de una señorita o las tiernas mantecas de un niño. Un escrúpulo éste que siempre observó, en el respeto a la que consideraba una de las reglas sagradas de la urbanidad, la etiqueta y el buen gusto: “Excepción hecha del bárbaro hábito de eructar en la mesa, no puedo imaginar nada más inapropiado y desagradable que fundir el cadáver de una dama o el de un infante en líquidos corrosivos”, solía sentenciar.
La perversidad esconde estas galanterías, que no son otra cosa que concesiones a la bondad.
Como quiera que nadie es perfecto, puede aseverarse, sin temor de incurrir en error, que ningún ser humano es capaz de una maldad impecable. Como los santos, cuyas virtudes resultan tanto más apreciables en contraste con sus vicios, también los malnacidos son gente incoherente. Podemos fácilmente imaginar cómo el oficial responsable de la dispensación a los judíos del Zyklon B, tras una agotadora jornada en el campo de concentración, llegaba a casa, saludaba afable a los miembros del servicio, reemplazaba las rígidas botas militares por mullidas pantuflas, leía a sus amados pequeños un cuento antes de enviarlos a la cama y daba a su esposa un beso de buenas noches.
Un pensamiento muy extendido, y, a mi parecer, erróneo, es el que sostiene que los malvados son gente congruente. Si uno hace un cesto, hace ciento, dice el refrán. Pero si aceptamos esto, si convenimos que los villanos mantienen de manera permanente una conducta coherente con su perfidia, entonces estaremos hurtando a la vileza lo que tiene de humano. Si las cosas fueran así, el director de recursos humanos de una empresa que despide de manera injusta a un padre de familia debería, en atención a esa coherencia, escupir en la calle camino de casa, patear al perro del vecino, abofetear a la esposa, denigrar al portero y, en contra de todo aquello en lo que El Pozolero creía antes de ser arrestado por la policía de Tijuana, eructar en la mesa. De ordinario, esto no sucede.
Sólo los canallas célebres, autores de reconocidos genocidios o latrocinios universalmente famosos, son tenidos como tales por la común opinión. En la mayoría de los casos, los miserables pasan desapercibidos, y sólo desvelan su condición de perfectos hijos de puta ante sus víctimas. Usted conocerá a alguno.

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