jueves, 8 de enero de 2009

LOS NIÑOS MUERTOS
Israel ha adoptado la irrenunciable resolución de erradicar de la faz de la Tierra cualquier vestigio de la existencia de Hamás. El estado judío ha tomado una decisión cuya ejecución no podrá ser detenida, contenida o postergada. El gobierno de Olmert ha emprendido una campaña de exterminio, un plan de aniquilación, una purga delineada con un trazo tan grueso que no distingue entre terroristas y civiles, combatientes e inermes, hombres-bomba y niños.
Los portavoces del gobierno israelí han anunciado la activación de una meditada operación inspirada en el noble fin de acabar de una vez por todas con el terror, justificada en el derecho a la defensa que asiste a sus nacionales. El despliegue militar ya se ha iniciado, y todo ser humano que deambule por la Franja de Gaza es objetivo potencial. La patria soñada por Herzl se erige en adalid de la guerra contra el fanatismo, una guerra emprendida, cosa notable, por los soldados del pueblo que como mérito más relevante se arroga el de haber sido elegido por Dios. Cada cual sitúa la línea del fanatismo donde se le antoja.
No demos más rodeos. La campaña militar ordenada por Israel en suelo de Gaza constituye un acto criminal. Lo es por su falta de misericordia, pero, principalmente, por su meticulosa planificación.
Un centenar de niños muertos. Una cifra que debería bastar para calificar la atrocidad en la que se halla empeñado el ejército hebreo, una tarea acometida con la pulcritud del carnicero. Y todo ello con el silencio cómplice y vergonzante de la comunidad internacional, una voz meliflua y trémula que reconviene a los matarifes con la dulzura con la que se amonesta a un niño travieso. Un centenar de niños muertos.
El ejecutor de las matanzas atribuye estos crímenes a la depravación de un enemigo que no duda en utilizar a sus propios hijos como escudos humanos. La ONU ya ha negado que en las escuelas en las que se produjeron los asesinatos de estos días existiera actividad militar alguna de Hamás. Tanto da. La justificación israelí es de una lógica tan impecable como repugnante. Si los adultos nos disparan acompañados de sus hijos, nosotros repeleremos el ataque aun a sabiendas de que también los niños perecerán bajo nuestro fuego. Un fanático criminal que hace estallar una bomba adherida a su cuerpo mientras viaja en un autobús repleto de niños es un terrorista; un oficial del ejército que bombardea una escuela en cuyo interior buscan refugio familias completas es un profesional competente que participa en una operación anti-terrorista.
Detrás de todo esto se embosca una vieja idea de los fundadores más recalcitrantes del estado de Israel: la de que los palestinos no son sino unos usurpadores de la Tierra Prometida, una mala simiente que resulta necesario arrancar, una molestia. Los sucesivos gobiernos israelíes jamás consideraron los derechos de los palestinos porque ni tan siquiera llegaron a considerar la existencia de los palestinos. Y es este odio al otro, esta voluntad de exterminio del otro, esta percepción del otro como un animal sin alma, donde los dos fanatismos se encuentran: el hebreo, que quiere un Gran Israel puro e incontaminado, y el palestino, que busca arrojar a los judíos al mar.
Concluida la operación con la eficiencia que caracteriza al ejército hebreo, los israelíes pondrán fin a las hostilidades. Hasta entonces, los gobiernos occidentales continuarán censurando a media voz el comportamiento de Israel, afeando la conducta de sus dirigentes en algunos foros y llamando a un entendimiento entre las partes. “Entre las partes”, como si el exterminio programado de un pueblo fuera cosa de dos, aunque quizá lo sea, un pas de deux donde mientras uno de los partenaires dispara el otro corre sin posibilidad de huir a ninguna parte. Israel ha cerrado la Franja de Gaza como quien clausura una ratonera. Centenares de muertos, ningún refugiado.
Al final, vuelta a empezar. Más odio, más dolor, más criminales rabiosos dispuestos a inmolarse en los autobuses urbanos de cualquier ciudad de Israel. Y también más ataúdes blancos. A día de hoy, un centenar de ataúdes blancos.

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