miércoles, 21 de mayo de 2008

Una gloria comarcal

Este hombre que veis aquí, tendido sobre el diván, cuya inusual dolencia ocupa toda la atención de la médica psiquiatra, es una gloria comarcal, un talento escogido, uno de esos entendimientos privilegiados que el mundo alumbra con tacañería. Sí, desde luego, éste no es un hombre cualquiera. Novelista y poeta, analista político, diletante, melómano de reconocida sensibilidad, experto sumiller, crítico de arte…
Pese a su vasta experiencia profesional, la psiquiatra se siente cautivada por la peculiaridad del caso clínico, la extravagancia de la sintomatología descrita, la ausencia de antecedentes en la literatura científica que permitan establecer paralelismos, extrapolaciones, conexiones razonables. “¿Qué me pasa, doctora?”, pregunta angustiado el célebre hombre. Temor a ser descubierto se llama el padecimiento de este individuo. Pero la doctora no tiene por qué saberlo.
Inopinadamente, el paciente, asaltado por un arrebato de sinceridad, se confía a la docta opinión de la terapeuta: “La adolescencia, sí, fue durante la adolescencia, de manera más precisa en aquel momento en el que mamá descubrió que su hijo, yo, comenzaba a revelarse como un jovenzuelo sin brillo, dotado apenas con una inteligencia anodina y un genio vulgar. Mamá me empujó a ello, mamá me obligó, fue mamá…”, gime el paciente sumido en un trance hipnótico. “Ella ansiaba el beneplácito del pueblo, anhelaba mi coronación como prócer y ciudadano ilustre, el más notable de los hijos de la comarca. Tales aspiraciones chocaban sin remedio contra una barrera infranqueable: yo era una criatura escasamente perspicaz o, como debería decir si fuese un punto más sincero, yo era un tonto de baba. Pero mamá lo tenía todo planeado. Ya que su vástago carecía de las aptitudes que se exigen a un hombre de mundo, tomaría prestado el talento ajeno. El proyecto de mamá resultaba fascinante y despreciable a partes iguales”.
Aquí, la doctora toma un vaso de agua de la mesita, bebe a sorbitos cortos y piensa que, bien mirado, sí que es cierto que este tipo tiene cara de gilipollas. Mientras, el paciente prosigue inalterable su confesión. “Mamá los seleccionaba por la lucidez y erudición de sus conocimientos en cada una de las parcelas del saber. Nadie puede negarse a la invitación de una amable anciana que te requiere para que la acompañes a su casa a tomar una tacita de té. Mamá los seducía, los engatusaba, y ellos accedían. Resultaba imposible negarse a esa voz melosa, a esos ojos generosos, a esa calidez maternal, a la frialdad del cañón de la Smith & Wesson del calibre 45 apoyado en la nuca”.
En este punto, la doctora siente como el vello del brazo se le eriza.
“Mamá construyó para ellos un zulo disimulado bajo las losetas de la alacena. El poeta, a quien debo mis más sonoros éxitos literarios, fue el primero de los secuestrados. Mis célebres aforismos sobre el arte y el sentido estético son obra de un conservador del Museo del Prado a quien mamá raptó en 1975 durante una visita de la asociación de amas de casa a la pinacoteca. No puedo olvidar en esta relación de mis colaboradores a Otto von Wagenheim, primer violín de la Filarmónica de Viena, y autor de mis tratados de antropología de la música, mi biografía de Mahler y mi concierto para trompeta barroca. Fue quien mayor resistencia opuso, terquedad que le valió una ostentosa cojera, la que le dejó un certero disparo de mamá en el maléolo tibial”.
“Acomodado en la cima de la fama y el reconocimiento público de la comarca, comenzó a correr el rumor. Querían hacerme director general. Mamá actuó con diligencia. Mi secreto no podía ser conocido. El cadáver del poeta fue descubierto en el vertedero comarcal. Nadie reclamó el cuerpo. Otto y el conservador del Prado fueron descuartizados, embalados en un sarcófago de plomo y remitidos por correo urgente y certificado a una dirección de Honolulú. El resto de mis colaboradores corrió similar suerte”.
“Ya no hubo más atinados análisis sobre la situación política contemporánea, no más inspirados versos ni composiciones sinfónicas. No tenía nada que decir. Quienes parían mis ideas, mis opiniones, habían sucumbido a la eficacia de mamá. El mastuerzo que yo era comenzó a hacerse visible. Y fue entonces cuando todo el mundo adquirió la certeza de que me harían director general”.

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