EL MUNDO MODERNOMi tío Hilario vendía máquinas de coser a domicilio. “Ya no se fabrican ingenios como éstos, no señor”, se lamentaba mi tío ante las visitas. Un sorbito de menta-poleo, un par de cabezazos resignados, y vuelta la burra al trigo. “Juro como que hay Dios que son sólidos estos cacharros. Acero prensado, no les digo más. Pero no de una robustez fría, como pudiera pensarse. Estos aparatos tienen algo humano. ¡Me invade un escalofrío con sólo escucharme! Pasas las yemas de los dedos sobre su cuerpo metálico y la máquina te devuelve el tacto de una piel adolescente. Sí, ya sé, parece una chaladura, pero…”
Las amigas de mi madre no perdían hilo al relato de mi tío. Mamá, acostumbrada a aquellas narraciones heroicas de sobremesa, aprovechaba para hojear el “Lecturas” con disimulo.
“Estas máquinas de coser son un instrumento del progreso. La patente procede de Manchester, una de las cunas de la revolución industrial. ¿Conocen Manchester? No, claro. Pero no les hará falta para apreciar la suavidad del mecanismo de las máquinas de coser Ladymate, su sencillo manejo, el amable trato que dispensa a los tejidos, aun a los más delicados. Patente inglesa, pero fabricadas por Herederos de Domènech Bofarull en su fábrica de San Baudilio de Llobregat”.
Aquella obra de la ingeniería doméstica tenía una madre, la fértil inventiva industrial de los hijos de la Gran Bretaña, y un padre, el gerente de Domènech Bofarull. Compartida esta revelación, mi tío callaba. El suyo era un silencio dramático, premeditado. Intentando el efecto pretendido, mojaba un pellizco de bizcotela en la taza de menta-poleo. La interrupción, unida al chapoteo del bizcocho en la infusión, irritaba al auditorio. Todas querían desvelar hasta el último de los misterios de aquella bendición de la técnica finisecular puesta al servicio de las amas de casa y de los establecimientos comerciales dedicados a la confección de uniformes militares y hábitos eclesiásticos.
“Por si en algo les beneficiara saberlo, les diré que la sastrería que viste a Pablo VI tiene suscrito un acuerdo mercantil con Ladymate por el que se obliga a utilizar nuestras máquinas. Ni que decir tiene que comparto esta información con ustedes en la seguridad de que me guardarán la confidencia. En el Vaticano son muy recelosos para según qué cosas. Pero, sí, las agujas de las Ladymate han pespunteado las casullas del Papa”.
Bastaba la mención a Su Santidad y al refuerzo de las costuras de sus casullas para que las asistentes a la velada coreografiaran un “oh” unísono y admirativo. Y era justo en este momento cuando mi tío daba por finalizada su disertación. Retiraba la menta-poleo con un gesto reposado, se excusaba ante las amigas de mi madre y se encaminaba hacia el pasillo, camino del retrete, para echar una meada.
Siempre sucedía del mismo modo. Una de las visitas perseguía a mi tío por el corredor, lo alcanzaba a la altura de la cocina y le rogaba un precio asequible para hacerse con una de aquellas maravillosas máquinas de coser. “No podría hacerle una cosa así a una de las mejores amigas de mi hermana. Las máquinas Ladymate son una estafa. Sólo si quisiera perder el índice de la mano derecha, que es lo que le ha sucedido a la inmensa mayoría de las costureras de Manchester, le recomendaría que invirtiese su dinero en uno de estos trastos mugrientos. No crea todo lo que oiga. Y, ahora, si me permite…” Y se marchaba a completar su micción.
Cuando le afeábamos su incoherencia, aquellas encendidas soflamas a favor de la máquina Ladymate, mi tío respondía: “Vivo de vender máquinas de coser. Si no me engañara a mí mismo, ¿cómo podría engañar a los demás?”.
Mi tío Hilario era un adelantado a su tiempo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario