UN LIBRO ASÍ DE TOCHOUn automatismo del pensamiento nos induce a creer que la abundancia resulta preferible a la escasez. De ahí, el prestigio del que gozan las multitudes, la riqueza y los pechos siliconados. Un teatro abarrotado de público es testimonio del éxito de la representación, por muy gañanes que sean los que sienten sus posaderas en las butacas. Un magnate de la industria del automóvil concita una admiración proporcional al tamaño de su fortuna. Pamela Anderson, alborotando junto a la playa embutida en su bañador rojo, pasaría desapercibida sin el reclamo de la hipertrofia mamaria que la hizo célebre. Mucho, mucho y si puede ser más, mejor.
Deténgase a reflexionar sobre ello y concluirá que lo opulento, lo cuantioso, lo copioso añade a las cosas del mundo un timbre de calidad, de excelencia del que, al menos entre la masa, no goza lo breve, lo austero. Si el pregonero de la feria de su pueblo invierte una hora y cuarto en exaltar las inigualables bellezas del terruño y la hospitalidad de sus gentes, los asistentes aplaudirán con entusiasmo la intervención por juzgarla de acuerdo a la extensión que se espera de un pregón de las fiestas patronales. Habrán podido dormirse durante la disertación, habrán podido maldecir a la parentela toda del orador y a sus descendientes venideros, habrán podido ocupar la mayor parte de esa hora y cuarto en la exigente tarea de extraer el pellejo a medio kilo de altramuces. Pero, concluida la monserga, todos aplaudirán encendidos la incontestable valía literaria de la pieza que acaban de escuchar. El pueblo encuentra en la cantidad virtudes que no reconoce a la calidad.
León Tolstói tuvo presente todas estas cosas cuando decidió acometer la escritura de su “Guerra y paz”. El autor ruso adoptó una prevención que cualquier literato en ciernes que aspire a convertirse en una celebridad debería imitar. Obstinado en que la suya fuera tenida como una de las novelas más elogiadas de la literatura universal en todos los tiempos, Tolstói decidió escribir y escribir y, puestos a ello, hacerlo sin mesura, sin freno, compulsivamente. Tan denodada empresa alumbró un libro de apretada prosa y de dimensiones y peso suficientes como para cascar kilo y medio de nueces de California. Tolstói sabía que un tocho tal disuadiría de su lectura a la práctica totalidad de sus contemporáneos quienes, enfrentados a tamaño ladrillo, atenderían sólo al grosor del libro y concluirían, según la lógica aquí expuesta, que una novela de doce centímetros de grosor había de ser necesariamente una obra maestra de la literatura universal. La mayor parte de los españoles adultos en algún momento de nuestras vidas hemos huido despavoridos ante la sola idea de tener que leer, de principio a fin, el tochaco que Tolstoi tuvo a bien escribir. Esto, sin embargo, no es obstáculo para que, en el caso de ser preguntados por ello, todos coincidamos en que “Guerra y paz” es una de las cimas de la novelística rusa. Sin duda alguna.
Éste es el signo de los tiempos y en ello se encuentra la cifra del éxito. Todo consiste en acumular. Si es usted idiota y acaba de alumbrar una idea idiota, no sea modesto. Indague para dar con el paradero de otros idiotas emparentados con usted por idéntica idiotez que, preferiblemente, hayan parido ocurrencias tan idiotas como la suya, y funde una asociación, un partido político, una religión o un sindicato. Esta suma de esfuerzos e inteligencias quedará plasmada en una obra fundamental que reunirá las cuantiosas idioteces paridas por los entendimientos de los padres fundadores, y esa obra, esencial y necesaria, será el germen de un manifiesto político, de un programa electoral o de una nueva Biblia. No me cabe duda alguna de que la editorial Planeta abonará una generosa cantidad por los derechos de una obra como ésta. Bastará con que supere las 600 páginas.
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