sábado, 7 de marzo de 2009

EL MAL ESTÁ AHÍ

La desigual batalla entre el bien y el mal comenzó a librarse en los albores de los tiempos. Desde entonces, no ha faltado quien, armado de lanza, hisopo o guillotina, se dedicara a combatir a los ejércitos del Averno. San Jorge contra el dragón, el inquisidor Torquemada mano a mano con Belcebú, las huestes infantiles de los años 70 en liza con Torrebruno…
El mal está ahí.
Esta guerra secular crea santos, héroes y mártires, pechos generosos que a expensas de su propia existencia se alzan en armas contra la perversidad que se enseñorea del mundo. Hay quien mina su salud en la obstinada resistencia a las tentaciones de la carne que, como de todos es sabido, constituyen uno de los expedientes más utilizados por Mefistófeles para captar prosélitos. Otros sojuzgan la perfidia del mundo a sangre y fuego, una empresa que reclama una gran porción de las energías que agitan el cuerpo y el alma. Finalmente, los hay que expían las culpas de sus semejantes abandonándose a la muerte en una pira, en el ágora, minutos después de ingerir un copazo de cicuta, o a los postres durante la cena de navidad organizada en casa de su cuñado.
Resulta paradójico, pero no puede dejar de notarse cómo el mal, con su sola inminencia, anima la expansión del bien. Los malos verán siempre perturbados sus planes infames por la irrupción de los buenos. Vea si no el Séptimo de Caballería. Los buenos que, ocioso resulta precisarlo, solemos ser nosotros.
Esta sempiterna guerra entre la perversión y la virtud no ofrece en toda ocasión frutos tan seductores. Por cada criatura achicharrada en la hoguera, por cada santa injuriada por el cilicio, por cada guerrero inmolado hay que contar a decenas de idiotas y a un grupo no menos desdeñable de mastuerzos, a los que podríamos añadir una cáfila de cretinos, un par de cofradías integradas por cenutrios y un batallón de majaderos.
El mal, como el propio Dios que lo define por oposición, está en todos lados. Quien lo descubre emboscado en el póster central del semanario “Globos turgentes” se convierte en asceta. Quien lo halla en el cuerpo minúsculo de una púber que escupe alcayatas y vómito verde al tiempo que hace girar vertiginosamente la cabeza se emplea como exorcista. Quien advierte su presencia, arteramente embozado, en el enemigo del jefe se deja contratar como tertuliano de radio o televisión. La abyección es polimórfica y mutable.
Antaño, la lucha contra el maligno era una empresa noble y elevada. Uno podía estar equivocado, severamente errado, y procurar más daño que cura con sus acciones. Pero el propósito era honesto, de modo que si en pleno paroxismo aniquilador uno desmembraba de un mandoblazo a una criatura inocente, siempre podía excusársele. “Sí, le ha reventado la cabeza y le ha sacado las tripas, pero la intención era buena”, se le justificaba. Aquéllos eran tiempos en los que los principios morales de un hombre conformaban su mayor patrimonio, sí señor.
Las cosas han cambiado, y cómo. La vieja guerra contra la satánica influencia ha perdido toda la pátina de honestidad y munificencia que otrora la hiciera relucir. Hoy, contaminada de seguro por esta sociedad incivil y materialista, la cruzada contra la vileza y la ruindad ha adquirido un carácter utilitario. Lo malo es lo que nos disgusta y, más fundamentalmente, lo que se opone al interés del líder de la manada.
Los tertulianos televisivos a los que más arriba aludía son un cumplido ejemplo de esto que vengo explicando. Si hubiéramos de forjarnos una idea de nuestro país con arreglo a los debates que las distintas televisiones españolas emiten llegaríamos a dos conclusiones incontestables. La primera, que existe una decena de sabios, a lo sumo una veintena, a quienes se ha reservado el privilegio de verter sus opiniones en público a través de la pequeña pantalla. La segunda, que esa decena de sabios, a lo sumo veintena, está integrada por un hatajo de botarates.
A voz en cuello, braman contra pretendidas conspiraciones, denuncian sin pruebas comportamientos corruptos entre el bando contrario, se mofan del parecer ajeno, presentan el actual estado de cosas, según convenga, como un régimen abyecto y opresor o como el paraíso que durante tanto tiempo se nos había hurtado.
Añoro los tiempos en los que el mal era tan sencillamente identificable. Si tenía cuernos y rabo, o era el Príncipe de las Tinieblas o la vaca que ríe. No había más.

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