
En contra de todo lo que nos han querido hacer creer hasta la fecha, un cerebro humano no vale más que un bazo, un píloro o una vesícula biliar. No hay nada más sobrevalorado que un cerebro, créame. Un pegote viscoso y arrugado que apenas si necesita una ración de sustancias químicas y un puñado de tópicos para desenvolverse con soltura por el mundo.
Un cerebro adulto se maneja a lo largo de toda su existencia con un par de teorías peregrinas, tres o cuatro ideas pedestres y un vasto muestrario de lugares comunes, todo lo cual basta a su propietario para conducirse por la vida sin golpearse contra las farolas.
Esos lugares comunes que nuestros cerebros alumbran no son sino un ardid que nos permite prescindir de las complicadas operaciones bioquímicas en las que consiste el pensamiento.
Nuestro cerebro nos proporciona un aluvión de estos sucedáneos del razonamiento. Gracias a ellos sabemos que no somos nadie, que la vida es breve, que polvo somos y al polvo regresaremos (aunque, desde luego, esto no tiene por qué pasar mañana). También son ellos los que nos persuaden de que el hijo propio natural nos nació dotado de una inteligencia superlativa, aunque uno no lo diga porque sea su padre, sino porque es verdad, que no hay nada más que ver a la criatura cómo se extasía cuando sale en la televisión el Sánchez Dragó.
Del mismo modo, los tópicos nos han legado la evidencia de que caro, lo que se dice caro, el Hipercor es carísimo, pero, eso sí, busques lo que busques, allí encuentras de todo, aunque, claro, si lo que se pretende es llenar el carro sale mucho más a cuenta el Mercadona.
Mi niño, que, como ya queda dicho, es un lince, es de mi misma opinión.
Volviendo al cerebro, y aun a riesgo de generalizar, me atrevería a asegurar que los periodistas, en nuestra condición de miembros de la especie humana, también tenemos uno.
Los cerebros de los periodistas son incubadoras de tópicos excelentes. Uno de ellos merece, especialmente y a mi modesto juicio, una cumplida refutación, tarea que en mis cortos alcances me dispondré a acometer en los próximos párrafos.
El lugar común al que aludo es el siguiente: “El periodista lo es por vocación”. Un aforismo pernicioso, dañino y disolvente que ha ocasionado un perjuicio infinito a la profesión.
Una vez aceptado el tópico, las consecuencias resultan funestas e irreparables.
Un empresario podrá cargar de grilletes a un periodista y reemplazar su sueldo por un canasto con cacahuetes, anacardos y chirimoyas, pero no habremos de encontrar a nadie que se admire por ello. Al fin y al cabo lo nuestro es vocacional.
Esto del periodismo, como aquello que decíamos de los cerebros, es una actividad cuyos méritos se han sobreestimado.
Un periodista se asemeja al adolescente que fantasea con tórridas noches de amor en brazos de una estrella de Hollywood. Soñamos con susurrar palabras apasionadas a Scarlett Johansson o a George Clooney, y acabamos despertándonos en los brazos de Florinda Chico y Torrebruno.
Empleados al servicio de empresarios que editan periódicos y explotan emisoras de radio o televisión con el mismo criterio que utilizarían para dirigir una conservera de espárragos o una firma dedicada a productos de higiene íntima femenina, la mayor parte de los periodistas de este país malvive en condiciones laborales penosas y son retribuidos con sueldos insultantes. Si a los redactores del The Washington Post que destaparon el Watergate les obligaran a trabajar en los medios de comunicación en los que la mayoría de los periodistas españoles trabajan, acabarían montando una pollería. Lo estoy viendo: “Woodward & Bernstein, polleros. Especialidad en huevos de corral”.
Los propietarios de los periódicos y las asociaciones de la prensa llevan décadas intentando hacernos creer que si Mariano José de Larra se descerrajó un tiro en la mollera fue por una decepción amorosa. Honestamente, creo que si pudiéramos echar un vistazo a sus nóminas arrojaríamos mucha luz sobre el asunto.
Un cerebro adulto se maneja a lo largo de toda su existencia con un par de teorías peregrinas, tres o cuatro ideas pedestres y un vasto muestrario de lugares comunes, todo lo cual basta a su propietario para conducirse por la vida sin golpearse contra las farolas.
Esos lugares comunes que nuestros cerebros alumbran no son sino un ardid que nos permite prescindir de las complicadas operaciones bioquímicas en las que consiste el pensamiento.
Nuestro cerebro nos proporciona un aluvión de estos sucedáneos del razonamiento. Gracias a ellos sabemos que no somos nadie, que la vida es breve, que polvo somos y al polvo regresaremos (aunque, desde luego, esto no tiene por qué pasar mañana). También son ellos los que nos persuaden de que el hijo propio natural nos nació dotado de una inteligencia superlativa, aunque uno no lo diga porque sea su padre, sino porque es verdad, que no hay nada más que ver a la criatura cómo se extasía cuando sale en la televisión el Sánchez Dragó.
Del mismo modo, los tópicos nos han legado la evidencia de que caro, lo que se dice caro, el Hipercor es carísimo, pero, eso sí, busques lo que busques, allí encuentras de todo, aunque, claro, si lo que se pretende es llenar el carro sale mucho más a cuenta el Mercadona.
Mi niño, que, como ya queda dicho, es un lince, es de mi misma opinión.
Volviendo al cerebro, y aun a riesgo de generalizar, me atrevería a asegurar que los periodistas, en nuestra condición de miembros de la especie humana, también tenemos uno.
Los cerebros de los periodistas son incubadoras de tópicos excelentes. Uno de ellos merece, especialmente y a mi modesto juicio, una cumplida refutación, tarea que en mis cortos alcances me dispondré a acometer en los próximos párrafos.
El lugar común al que aludo es el siguiente: “El periodista lo es por vocación”. Un aforismo pernicioso, dañino y disolvente que ha ocasionado un perjuicio infinito a la profesión.
Una vez aceptado el tópico, las consecuencias resultan funestas e irreparables.
Un empresario podrá cargar de grilletes a un periodista y reemplazar su sueldo por un canasto con cacahuetes, anacardos y chirimoyas, pero no habremos de encontrar a nadie que se admire por ello. Al fin y al cabo lo nuestro es vocacional.
Esto del periodismo, como aquello que decíamos de los cerebros, es una actividad cuyos méritos se han sobreestimado.
Un periodista se asemeja al adolescente que fantasea con tórridas noches de amor en brazos de una estrella de Hollywood. Soñamos con susurrar palabras apasionadas a Scarlett Johansson o a George Clooney, y acabamos despertándonos en los brazos de Florinda Chico y Torrebruno.
Empleados al servicio de empresarios que editan periódicos y explotan emisoras de radio o televisión con el mismo criterio que utilizarían para dirigir una conservera de espárragos o una firma dedicada a productos de higiene íntima femenina, la mayor parte de los periodistas de este país malvive en condiciones laborales penosas y son retribuidos con sueldos insultantes. Si a los redactores del The Washington Post que destaparon el Watergate les obligaran a trabajar en los medios de comunicación en los que la mayoría de los periodistas españoles trabajan, acabarían montando una pollería. Lo estoy viendo: “Woodward & Bernstein, polleros. Especialidad en huevos de corral”.
Los propietarios de los periódicos y las asociaciones de la prensa llevan décadas intentando hacernos creer que si Mariano José de Larra se descerrajó un tiro en la mollera fue por una decepción amorosa. Honestamente, creo que si pudiéramos echar un vistazo a sus nóminas arrojaríamos mucha luz sobre el asunto.
1 comentario:
¡Hola, Dr. Grimesby! Tienes más razón que un santo. Es cierto todo lo que dices. El periodismo es una de las profesiones en donde se halla más intrusismo, y por si fuera poco existe una gran precariedad laboral. Por otro lado, los editores siempre os hacen pasar por el aro que a ellos se les antoja.
Soñar es lo más barato del mundo, y nuestros pequeños cerebros adolescentes se prestan fácilmente a ello, seamos periodistas o no. Yo no lo soy, y eso lo tengo claro, es más, nunca lo seré,(aunque sueñe todas las noches con Scarlett Johansson y George Clooney). Pero, sin embargo, pienso que Internet nos ofrece a todos la posiblidad de poder expresarnos, mejor o peor, para poner en común todos aquellos pensamientos que jamás podríamos divulgar de otra manera, y aunque lo que se acabe escribiendo en un blog sean tremendas tonterías mediocres y muy mal redactadas,(por supuesto, no es el caso de tu blog). Creo que es bueno que la gente se exprese y dé su punto de vista sobre las cosas sin ningún tipo de censura, y sin que nadie le diga que es lo que debe de escribir y cómo ha de hacerlo.
Ah! Por cierto, yo tambié acabé extasiado con las intensas y largas parrafadas pirotécnicas de Sánchez Dragó, aunque para serte sincero, siempre llegaba a un punto en el que encontraba mucho más interesante a su gato soseki.
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