miércoles, 21 de mayo de 2008

El faraón amojamado

Un crimen puede resultar un acto atroz o una simpática curiosidad en función del tiempo transcurrido desde que fue cometido. El cuerpo amojamado de un faraón de la XVIII dinastía, ajusticiado por un sicario sin escrúpulos, constituye un valiosísimo hallazgo científico. El cadáver de su vecino del 5º B con el pecho asaeteado por un cuchillo jamonero es el testimonio de un proceder vil que reclama la inmediata intervención de la policía y la judicatura.
El asesinato del egipcio de la piel apergaminada y ocre constituye una apasionante aventura para el historiador, un argumento inspirador para el novelista, una expresión ritual de cuyo estudio el antropólogo extraerá reveladoras conclusiones. El homicidio del tipo del 5º B, muerto a manos de una amante celosa, un acreedor impaciente o un misántropo resentido, será causa de justificada indignación entre la ciudadanía, alimento de una noticia a cinco columnas en los diarios, motivo de conversación para el vecindario espantado.
¿Cuál es la diferencia? Al fin y al cabo la víctima del abyecto crimen es la misma en ambos casos: una criatura anodina que carece de garras con las que defenderse, que no segrega veneno con el que escarmentar al agresor, que no dispone de colmillos que le permitan dar rienda suelta a su ferocidad. El faraón y el inquilino del 5º B son miembros de la misma especie: el homo sapiens. La valoración moral del acto criminal, sin embargo, difiere. La momia muerta es una fuente de información histórica, un testimonio para la ciencia anatómica, una curiosidad. El cadáver entumecido del vecino al que saludábamos en el rellano de la escalera es el cuerpo de un delito nefando que nos espeluzna y nos empuja a clamar justicia.
El transcurso del tiempo entibia las pasiones y condiciona la consideración que éstas nos merecen. Quizás, los contemporáneos del faraón sintieron un profundísimo pesar cuando tuvieron noticia del magnicidio. Pero ya nadie recuerda sus lamentos, su sed de venganza, su escándalo ante una conducta tan aborrecible. Tales sentimientos murieron con ellos.
Lo que ocurre es que todos, sea cual fuere la época en la que nos haya sido dado vivir, atendemos a una suerte de solidaridad inter vivos. Nos preocupa mucho más el dolor de muelas de un contemporáneo que un hachazo en el cogote a un sujeto que vivió hace miles de años. Quienes vagamos por este valle de lágrimas nos tenemos, hasta cierto punto, un respeto que no guardamos a quienes pasaron a mejor vida hace tiempo. Si alguien insulta a un prójimo, se lo afeamos. Si no guarda su turno en la cola, se lo recriminamos. Si escupe las espinas del pescado en el plato del comensal vecino, se lo reprochamos. Y si golpea a un anciano en el cráneo con una llave inglesa, entonces nos enojamos verdaderamente.
La narración de la muerte de alguien que pasó a mejor vida hace centurias es una cosa pintoresca que alimenta los libros de historia y las leyendas de viejas. Pero el asesinato de un vivo resulta intolerable, inaceptable, de mal gusto y, por si todo ello fuera poco, procura una pésima reputación a quien lo perpetra.
Deberíamos detenernos a pensar que ellos, los que un día fueron y ya no son, nos superan en número. Ellos, además, juegan con ventaja, pues tienen buena parte del camino andado: a diferencia de nosotros, ellos ya afrontaron con éxito la ingrata tarea de morirse. Pero, a pesar de todo, no les guardamos ningún respeto. Nuestra moral es una moral concebida por los vivos para los vivos.
Este modo que tenemos de conducirnos es, al menos eso creo yo, producto de una actitud irreflexiva. Si nos paráramos a valorarlo, advertiríamos que un día, quizá no tan lejano como sería de apetecer, usted y yo moriremos y engrosaremos ese nutrido grupo de muertos ya muertos definitivamente. Puede ser que, muchos años después de que esto suceda, alguien se detenga a leer nuestra biografía y, mientras lo hace, sonría indiferente ante el relato de lo que en su día sentimos en nuestras carnes como un sufrimiento lacerante, como una pasión arrebatada, como una felicidad inefable…
No hay nada que merezca menor consideración que un muerto veterano.

No hay comentarios:

Publicar un comentario